¿POR QUÉ ES UN PROBLEMA LA
LECTURA?
JUAN DOMINGO ARGÜELLES
Desarrollar el
gusto por la lectura no es cuestión meramente de voluntad individual. El
interés por los libros aparece sólo en ciertas circunstancias. ¿Qué propicia y
qué inhibe la afición por la lectura? Si México no es un país de lectores es
porque no hay condiciones para ello. El problema empieza en el sistema
educativo.
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La voluntad de leer
Cada vez son más
frecuentes en México las reflexiones y debates sobre el poco o nulo “hábito de
la lectura”. Poco o nulo hábito, se entiende, de un particular tipo de lectura:
el canónico, es decir el de los libros de calidad, el de los clásicos antiguos
y modernos o, con palabras de Harold Bloom, el del “canon occidental”.
Yo mismo he abonado
no pocas páginas ni escasas palabras a este tema, que se ha vuelto de pronto
“muy importante” lo mismo para el discurso oficial que para el interés privado.
Pero lo que más me inquieta es que, en este asunto que parece tan importante,
casi todos los análisis vayan exclusivamente por el sendero literario y
estético hasta desembocar en un punto predecible que ya se ha vuelto lugar
común: la vergüenza nacional que representa la muy precaria práctica de lectura
y “la falta de disposición” de los mexicanos para leer buenos libros. (También
España se avergüenza de que sólo 3% de sus alumnos alcance el nivel más alto de
resultados de la prueba OCDE-PISA, en destreza lectora, y del hecho de que su
índice de lectura esté “a la cola de Europa”. ¿No lo sabían?)
Lo preocupante de
los análisis literarios sobre la lectura es su inflamado lirismo y su acentuada
ingenuidad, y el que hagan muy poca o ninguna inflexión sobre lo social y lo
pedagógico, es decir sobre la realidad circundante de los lectores y los no
lectores.
En los discursos de
los escritores siempre queda flotando en el ambiente la especie de que la gente
no lee buenos libros porque carece de la decisión para hacerlo y, en cambio,
utiliza con alegre y necia disposición mucho de su tiempo en actividades
deleznables cuando no nocivas para su salud intelectual.
La mayor parte de
los escritores, intelectuales y gente culta piensa así. Son muchos los que
observan el fenómeno de la lectura como una muy positiva abstracción a la que
la realidad prácticamente no afecta; y lo hacen desde una posición poco
realista. En la cima del intelectualismo, la perspectiva de lo cotidiano se
empequeñece o se difumina, hasta imposibilitar una mirada peatonal. De ahí que
todo se reduzca al siguiente postulado: Leer buenos libros es bueno; no leer
libros buenos, o simplemente no leer libros, es malo.
Tal razonamiento
resulta, desde luego, inobjetable. Pero de lo que no se habla es del fondo del
asunto, del por qué se lee y del por qué no se lee. Atribuir los motivos
exclusivamente a la voluntad, o a la falta de ella, es una explicación
demasiado simplista y bastante errónea.
Cuando no nos
preguntamos el porqué de las cosas ni tratamos de entender qué hay más allá de
nuestras certidumbres cultas, la “buena lectura” volitiva se convierte en lo
que Bertrand Russell denominó un “mito agradable”. Así, la gente culta concluye
que leer libros es cosa estupenda pero no se explica (es decir, le parece ¡asombroso!,
¡increíble!, ¡inconcebible!) que haya gente que no quiera leer o a la que no le
seduzca el elevado ejercicio espiritual de leer libros.
¿Qué es lo único
que necesita la gente para leer buenos libros?, es la pregunta implícita y
explícita desde ese “mito agradable”. Y la respuesta inmediata es: Iniciativa,
determinación y ansias de conocimiento.
Pero ello no es así
como así. En el fondo hay una realidad que no aparece en esta bienintencionada
y candorosa respuesta que soslaya o no comprende lo más importante: la
situación, el entorno, el ambiente, la realidad.
Circunstancias y
educación
Desde sus
condiciones privilegiadas, desde sus ámbitos de comodidad, cuando ya se poseen
circunstancias muy favorables para, efectivamente, desear leer, muchos
escritores no examinan a qué se debe realmente eso que se ha dado en llamar, en
términos sanitarios, “el problema de la lectura”.
Su pensamiento se
queda en la abstracción estética y en el ideal positivo de leer y promover la
lectura de los mejores libros, pero no va más allá. Se preguntan,
escandalizados: ¿Cómo es posible que, siendo tan maravillosa la lectura, la
gente no quiera leer? Y ahí detienen su cuestionamiento; de modo tal que el
motivo principalísimo de la falta de lectura acaba atribuyéndose a la simple
desidia.
No entienden las
condicionantes sociales, no toman en cuenta las limitaciones económicas,
soslayan ―como si no existieran― las adversas circunstancias laborales y
familiares, y no se enteran en absoluto de lo pésimo que es el sistema
educativo, una de cuyas consecuencias más graves es no sólo no favorecer, sino
sobre todo obstaculizar, el libre desarrollo intelectual y espiritual de las
personas.
Por ello, no es muy
inteligente sostener que los mayores culpables de su falta de cultura literaria
y libresca ―producto de su atávica indolencia― son, sobre todo, los individuos,
y no las instituciones formativas y las circunstancias en las que viven dichos
individuos.
La mayor parte de
los escritores e intelectuales cree de veras que la gente es muy bruta
simplemente porque no se le pega la gana de leer a los grandes escritores, a
los autores de las obras maestras que han transformado a la humanidad. Pero los
viejos y hoy poco leídos Ensayos sobre educación (1926), de Bertrand Russell,
nos ofrecen muchas respuestas claras y sensatas sobre este asunto tan llevado y
traído, sobre el cual todo el mundo culto moraliza y pontifica pero sin llevar
a cabo un análisis veraz.
El “problema de la
lectura” en México, y en muchos otros países, no es otro que un problema de
educación; particularmente de una educación que tiene como propósito “arraigar
ideas definitivas” en vez de favorecer una independencia de criterio. Y este
problema educativo entronca, por supuesto, con las peculiaridades de un sistema
político y económico que, en su pragmatismo tecnocrático, conspira de manera
natural contra la cultura y las humanidades.
Russell señala: “A
nada conduce, al enseñar literatura lo mismo a pequeños que a mayores, el que
aprendan las fechas de los autores, los nombres de sus obras, etc. Lo que se
puede hallar en un manual no tiene valor. Lo que sí lo tiene es familiarizarse
con algunos trozos de buena literatura, de modo que tal familiaridad influya no
sólo al estilo, sino al pensamiento”.
¿Y cómo procede, en
México, el sistema escolar en el caso de la lectura? Exactamente como en la
primera descripción de Russell, y muy lejos, por supuesto, de la segunda. Es
obvio que la mayor parte de los estudiantes odia y sufre esas estériles clases
de literatura, a tal grado que acaba por detestar esta materia que le parece el
colmo del aburrimiento y la inutilidad, sólo superada quizá por sus aburridos y
autoritarios maestros (hijos también de la misma educación) que, muchas veces,
dan clases de literatura sin ninguna pasión por su propia materia, no digamos
ya por los libros.
Russell, que
sustentó muchas ideas contradictorias y polémicas sobre muchas cosas (el pacifismo,
la guerra, la ética, el amor, la libertad, el matrimonio, la igualdad,
etcétera), sabía, sin embargo, algo incontrovertible que mucha gente culta no
sabe, o no recuerda, cuando aborda los distintos problemas del ser humano: “La
vida puede ser buena o mala según las circunstancias”.
Esto quiere decir
que hay circunstancias que favorecen la lectura, la filosofía, la ciencia, el
arte, el deporte, etcétera, y hay circunstancias que los inhiben cuando no los
matan. Del mismo modo, hay circunstancias que favorecen y alientan la
incultura, la ignorancia, la superstición, la mentira, la hipocresía, la
violencia, la frivolidad, etcétera, mientras que otras las impiden.
Se puede refutar
esta prevalencia de las circunstancias en el modo de vida, pero sólo mínimamente.
Algunos dirán que, contra todo determinismo de unas circunstancias
desfavorables, se convirtieron, por ejemplo, en grandes lectores, pero sólo se
trata de excepciones, del mismo modo que excepcional es el caso de alguien que
consigue vencer las circunstancias de un ambiente criminal ―que conspiraba todo
el tiempo para hacerlo un delincuente― hasta convertirse en una persona de
bien.
Las circunstancias
son determinantes en las personas, y antes incluso que Russell, José Ortega y
Gasset, en sus Meditaciones del Quijote (1914), formuló el célebre apotegma que
mucha gente culta parece no comprender: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no
la salvo a ella no me salvo yo”. Lo que Ortega dice es que, para poder
comprender algo, hay que buscar el sentido del entorno. En otras palabras, no
estamos hechos de pura voluntad: lo que nos rodea influye en nosotros y en gran
medida nos determina, aunque tampoco todo sea determinismo.
Parece una
perogrullada, pero lo malo es que hay muchas personas inteligentes que no
comprenden hoy el sentido lógico de las perogrulladas. Con frecuencia, las
circunstancias que rodean a alguien y que lo coaccionan y lo determinan, le
hacen dificilísimo, cuando no imposible, escapar y construir otros ámbitos; es
decir, ir más allá de lo que tales circunstancias tienen de limitación y de
peculiaridad.
En su libro, Ortega
pone un ejemplo clarísimo: “Los que viven junto a una catarata no perciben su
estruendo: es necesario que pongamos una distancia entre lo que nos rodea
inmediatamente y nosotros, para que a nuestros ojos adquiera sentido”. Y añade:
“Los egipcios creían que el Valle del Nilo era todo el mundo. Semejante
afirmación de la circunstancia es monstruosa y, contra lo que pudiera parecer,
depaupera su sentido”.
¿Cómo tomar una buena
perspectiva de las cosas ahí donde las circunstancias nos aplastan o nos
favorecen? Circunstancias aplastantes y viciadas son las que viven muchas
personas, con escasas o nulas posibilidades de salir al aire puro de la
cultura. Circunstancias favorables, que excitan el optimismo, son las que viven
muchos escritores e intelectuales, incapaces de tomar una distancia prudente
(ni muy por encima ni muy por debajo) para ver en perspectiva, por un lado, sus
facilidades propias, y por el otro, las grandes dificultades de los demás.
Vuelvo a Russell y
a sus Ensayos sobre educación, en cuyas páginas afirma: “Los niños no son,
naturalmente, buenos ni malos. Han nacido solamente con algunos instintos y
reflejos; aparte de ellos, el ambiente produce los hábitos que pueden ser sanos
y morbosos”.
Lo anterior es tan
lógico (y hoy tan chomskyano) que no admite refutación. Pero, además, Russell
sostiene que lo importante, en el caso del aprendizaje, es el espíritu de
libertad y aventura. “La sensación de emprender un viaje de descubrimientos”,
afirma. (Paulo Freire, Ivan Illich, Vigotsky y Noam Chomsky, entre otros, lo
dicen repetidamente también, cada uno, en sus libros.)
Para Russell, si la
educación formal procediera con este espíritu de libertad y aventura, no habría
siquiera razón alguna para introducir ninguna disciplina externa, pues cuando
los niños, los adolescentes y los jóvenes hacen cosas a su gusto, la verdadera
disciplina es inherente a ellos, sin necesidad de coacciones. Lo que construyen
con ese espíritu de libertad y aventura, haciendo cosas que les agradan, son
vasos comunicantes de experiencias que conducen espontáneamente a otras
actividades deseables, entre ellas la lectura misma.
La propuesta de
Russell es todo lo contrario de como ha venido procediendo la escuela
tradicional y contemporánea que se funda en la antigua idea de disciplina que
es ordenar a alguien hacer lo que le desagrada al tiempo que se abstiene de
hacer lo que le atrae.
En el caso de la
lectura en México, éste es, por desgracia, casi el único procedimiento con el
que funciona el sistema educativo. Obliga a leer, desde una disciplina externa,
aquello que los estudiantes aborrecen, y no les concede prácticamente
alternativas para que leer tenga un sentido de gozo, aventura, descubrimiento,
identidad y pertenencia.
Para los niños y
los preadolescentes (lo mismo que para los cachorros animales, como lo advirtió
perfectamente Huizinga en Homo ludens), el verdadero aprendizaje está vinculado
más al juego que a la disciplina externa. El juego es, como bien advierte Russell,
una necesidad vital que va acompañada de un placer inagotable. Y este elemento
es el que debería aprovecharse, en la práctica de la lectura, para que leer sea
un auténtico placer y no un castigo disfrazado de disfrute. La educación ha
hecho muchísimo daño al placer de leer, incluso desde la más tierna infancia.
Russell sentencia:
“La estupidez artificial de muchos libros modernos infantiles es desagradable.
O le aburren al niño, o le confunden y le perturban su impulso hacia el
desarrollo mental”.
En lugar de obligar
a los estudiantes a leer cosas que no les gustan, habría que buscar
alternativas placenteras para que leer se convierta en una experiencia
inolvidable. Si un libro no les gusta, hay otros millones que podrían
atraerles, y no todos son clásicos, por cierto.
Los clásicos,
¡siempre los clásicos!
El asunto de los
clásicos es un tema que no se comprende cabalmente. En México, José Vasconcelos
se ha convertido en la muletilla preferida, en relación con esto, pero la
verdad es que Vasconcelos editó y distribuyó a los clásicos, pero no emprendió,
realmente, ningún programa de promoción y fomento de la lectura. Su programa
fue editorial y alfabetizador. Su justificación, desde la sep, entre 1921 y
1924, al publicar los clásicos, es muy precisa:
La divulgación de estas obras viene a
constituir la segunda parte de la campaña que estamos desarrollando contra el
analfabetismo; pues de esta manera, después de enseñar a leer, damos lo que
debe leerse, seguros de ofrecer lo mejor que existe, porque en la selección de
las obras no nos guía más criterio que el de la suprema excelencia, y el
propósito de formar una colección que abarque, hasta donde es posible, todos
los aspectos más nobles del pensamiento humano.
Casi por esos
mismos años ―como ya hemos visto―, y en otras circunstancias por supuesto,
Russell no habría pensado en ningún momento que Plotino, Plutarco, Platón,
Homero, Dante, Goethe, Rolland, Tagore y otros clásicos antiguos y modernos
eran lo que debía leerse ni siquiera en Inglaterra, pues él creía que sólo “hay
dos motivos para leer un libro: uno, el disfrutar con él; el otro, el jactarse
de ello”.
Hay que terminar de
una vez por todas con el equívoco de que Vasconcelos llevó a cabo un programa
de lectura. Lo que hizo fue un proyecto editorial (trunco) y un programa
alfabetizador que las circunstancias nacionales le exigían, y optó por los
clásicos (“raíz de toda nuestra literatura”, justificó) porque tal era su
formación y porque, en gran medida, su juicio personal prevaleció sobre
cualquier otro criterio, incluso en su desafortunado desdén y denuesto público
contra Shakespeare. Sentenció: “Se publicarán, también, algunos dramas de
Shakespeare, por condescendencia con la opinión corriente”. (En su
esclarecedora tesis Análisis del proyecto editorial vasconcelista ―UNAM, 2009―,
Yazmín Liliana Cortés Bandala despeja muchas dudas y equívocos sobre este
tema.)
Lo cierto es que
cuando los escritores, los intelectuales y la gente culta en general, afirman
que no hay nada mejor que los clásicos para iniciar a los muchachos en la
lectura, lo único que están haciendo es repetir un precepto políticamente
correcto pero pedagógicamente falso.
Los libros tendrían
que abrirnos puertas a la aventura para que leer signifique, y resignifique,
algo más profundo y más libre que únicamente estudiar a los clásicos y hacer
reportes y resúmenes de lectura. Leer es, sobre todo, recrear sentidos. Hace
poco, en un concurso universitario de ensayo, en el que fui jurado, reconfirmé
que muchos universitarios creen que comprender un libro es resumir su trama y
mencionar las anécdotas y los personajes. No se atreven a emitir juicios ni a
plantear ideas. Se empapelan: no se salen de las páginas leídas. Esto es lo que
les ha enseñado la escuela. Y a eso le llaman “ensayo”, cuando ensayo es
precisamente todo lo contrario: pensar, inquirir, divagar, descubrir, hallar,
como plenamente lo demostró Montaigne.
Una buena cantidad
de libros sin ninguna connotación canónica ha iniciado a muchos lectores y
luego los ha llevado, en su momento oportuno, a los clásicos, a las obras
maestras, a los inmortales. Pero obligar a leer a los clásicos, como lo hace la
escuela actualmente (y como creen muchos escritores e intelectuales que debe
hacerse), es propiciar que los muchachos se alejen de ellos y, literalmente,
los detesten. Los clásicos son, especialmente, el azote de los adolescentes, y
en gran medida el desdén que sienten por ellos es culpa de la escuela y de los
adultos que los han prejuiciado para siempre, producto de una obligación
antipedagógica.
Sensatos lectores e
investigadores, como el autor del blog Desequilibros, sostienen que el día que
se hizo obligatorio leer el Quijote en las escuelas españolas (mediante decreto
del 6 de marzo de 1920) “fue el comienzo del terror que provoca su sola
presencia entre escolares y universitarios y en los programas de estudios. Y el
comienzo de una larga tradición de aversión hacia la lectura, que no hace sino
perpetuarse, como se deduce de los índices de lectura e informes pisa de
rigor”. Y añade: “El Quijote es uno de los ‘ochomiles’ de la literatura y de la
lectura. Antes de enfrentarse a él, conviene realizar un proceso de
aclimatación que nos prepare física y psicológicamente para afrontar el reto de
leer una de las mejores y más lúcidas obras que haya parido mente alguna”. Pero
esto no lo saben en las escuelas.
Con gran sinceridad
y alejado de todo prejuicio culturalista, Russell confesó: “He de decir que
gasté durante mi juventud una gran cantidad de tiempo, que hoy considero casi
completamente estéril, estudiando latín y griego. El conocimiento de los
clásicos no me proporcionó ninguna ayuda en ninguno de los problemas que me han
preocupado más tarde. Me ocurrió lo que al 99 por 100 de los que estudian
clásicos: que nunca profundicé lo suficiente para llegar a leerlos con placer.
[…] Cuando yo era niño, la astronomía y la geología me ayudaron más que las
literaturas de Inglaterra, Francia y Alemania, cuyas obras maestras leía,
obligado a ello, sin mucho interés”.
Mal leída y peor
comprendida, esta confesión de Russell podría llevar a pensar a más de un
taimado que el autor de La conquista de la felicidad desautoriza leer en la
escuela o fuera de ella a los clásicos, y que quien lo cita le hace eco para
machacar su propia convicción. Nada más lejos de ello. Lo que Russell afirma, y
con lo cual coincido, es que la educación, aun en el caso de la disciplina,
tiene que fundarse más en el placer que en el hábito y más en el goce que en la
obligación; y que, para ello, la vieja creencia de que los clásicos y todos los
libros canónicos son las lecturas ideales, es, por principio de cuentas, una
creencia falsa fundada especialmente en un concepto aristocrático de “educación
ornamental” con muy poco asidero, hoy, en la realidad. Una buena lectura de un
libro no canónico puede sorberle el seso a un estudiante y ayudarle un día a
acercarse a los clásicos, comprenderlos, gozarlos y realmente estimarlos.
Vida y lectura
Después de todo,
¿para qué leer libros? En un inteligente y apasionado artículo (“Libros como
espejos”, La Jornada, 2 de noviembre de 2011), el investigador y periodista
Carlos Martínez García plantea cosas fundamentales para la reflexión. Escribe:
“El valor de los libros no es tanto la información que nos dejan al leerlos,
sino su potencial para ayudarnos a descubrir nuestra grandeza y/o fragilidad
humana. El acto solitario de la lectura, cuando marca sus improntas en
nosotros, nos permite mirar la vida desde nuevos ángulos y posibilidades”.
Parafraseando a
Lichtenberg (“Un libro es como un espejo: si un mono se asoma a él no puede ver
reflejado a un apóstol”), Martínez García nos dice que los libros deben hacer
las veces de espejos no para complacer nuestro narcisismo, sino para ensanchar
nuestros horizontes vitales. Parafraseando a Stevenson (“Los libros son lo
bastante buenos a su manera, pero también son un poderoso sustituto exangüe de
la vida”), nos dice que “leer no puede, no debe, ser un sustituto de la vida”,
pues “encerrarse en páginas y páginas de papel, o en su formato electrónico,
para evadir sistemáticamente la realidad es practicar un aislacionismo que
reduce nuestro potencial humano, porque nos forjamos mejor en contacto con los
otros, ya sean parecidos o completamente distintos a nosotros”.
Más aun.
Parafraseando a William Hazlitt (“Un simple erudito, que sólo sabe de libros,
ni aun de libros sabe”), Martínez García afirma que “los lectores que combinan
libros y vida, a diferencia de aquellos a quienes pareciera sólo interesarles
sumar páginas consumidas a su currículo, están mejor capacitados para contagiar
a otros la pasión de multiplicar los espejos milenarios, centenarios, de hace
unas décadas o de hoy que están por muchas partes”.
Dicho lo anterior,
la conclusión de este investigador no puede ser más precisa en cuanto al
diagnóstico del “problema de la lectura” en México: “Mucho del sistema escolar
está orientado a desalentar la lectura. Al hacer esto, en lugar de multiplicar
los espejos, se veda a millones de estudiantes la posibilidad de reflejarse y
examinarse con mirada inteligente. No hay imaginación pedagógica para
transmitir el gozo de leer, simplemente porque en su mayor parte los profesores
no son lectores. Y tampoco lo son los funcionarios encargados de aumentar
burocráticamente los índices de lectura”.
Un diagnóstico así
desnuda por completo el penoso simulacro de las campañas y programas de lectura
que, desde la empresa privada y desde el Estado, se quiere erigir en ejemplo de
pedagogía y filantropía, por medio de modelos de tenaz analfabetismo cultural.
Y cuando los escritores y los intelectuales que abordan este tema no cuestionan
ese simulacro, sino que en ocasiones hasta lo avalan, puede afirmarse sin duda
que viven fuera de la realidad. Pensar que la gente no lee nada más porque no
se le da la gana, sin hacer una crítica real a las circunstancias, es evadir
absolutamente el problema. Y poner como modelos de lectura a analfabetos
funcionales que brillan en las pantallas del televisor es insultar la
inteligencia de las personas.
Por otra parte, hay
escritores que ven las cosas muy fáciles y simples porque lo hacen desde las
cómodas atalayas de sus circunstancias privilegiadas. Por ello no es casual que
hasta ejemplifiquen con ellos mismos para mostrar que leer es muy fácil y que
convertirse en ávidos lectores, como lo son ellos, es sólo cuestión de quererlo
y emprenderlo. Uno se sorprende de tanta simplificación y de este absoluto
simplismo que los hace concluir que vivimos en un país de contumaces brutos que
eligen ser brutos en lugar de elegir ser cultos.
La mayor parte de
los escritores piensa así porque vive en mundos ideales: en casas y
departamentos muy bien acondicionados y en estudios y cubículos color de rosa.
Estos escritores creen, además, que la lectura sólo se reduce a la “Literatura”
y al “Libro”. Y a la menor oportunidad expresan su nostalgia. Comienzan por
decir que se hicieron lectores y escritores porque antes ―¡siempre antes!―
había mayor inclinación cultural y ellos tenían más ánimo para aprender y leer
que el que ahora tiene la gente holgazana.
Esta película ya la
he visto muchas veces y es insoportablemente aburrida. Los escritores se juntan
para sumar lamentaciones sobre la ignorancia y la estupidez de los que no leen
libros, y no parecen comprender que no es una decisión exclusivamente
individual no leer la Ilíada ni el Quijote a cambio de ver todos los días, en
la televisión, los Simpson, el futbol y las telenovelas. No entienden que éste
es un problema estructural, económico, social, educativo, cultural y no
únicamente volitivo. Piensan que la gente en cualquier momento podría dejar la
lectura de sus publicaciones baratas de los puestos de periódicos, o podría
renunciar a la tele, para ponerse a leer a Shakespeare y a Sterne. Y de veras
lo creen, porque a lo largo de sus disertaciones, el factor social (la
circunstancia) está ausente de su discurso.
Por lo demás, ¿en
qué época de la historia humana los lectores de libros han sido mayoría? No se
necesita ser un predicador elitista para saber que esto jamás ha ocurrido.
Alberto Manguel lo examina detenidamente en Una historia de la lectura. Es
verdad que muchos intelectuales y escritores viven a disgusto con su entorno,
porque desean que quienes les rodean sean tan cultos como ellos, pero las cosas
no van a cambiar nada más porque lo deseen. Saber distinguir el deseo y la
realidad libera de mucha neurosis. La realidad es que internet ha conseguido ―como
en ninguna época― que sean más las personas que leen y escriben, aunque no
precisamente libros ni mucho menos clásicos.
Estar en la realidad
Muchos escritores e
intelectuales han huido de la realidad. No aceptan las contradicciones ni mucho
menos las alteraciones que significa vivir en ella. Tienen una especie de
nostalgia incurable y hablan siempre del maravilloso pasado contraponiéndolo
siempre al detestable presente.
Esto ya lo había
advertido Saul Bellow, en 1976, cuando en su discurso de recepción del Premio
Nobel de Literatura ironizó sobre la “ranciedad de las ideas” de forma tal que
había que distinguir entre un “análisis intelectual” y un “análisis de
intelectual”. El “análisis de intelectual” ensimisma su nostalgia en un canon
libresco cuyo centro es fijo e inalterable, y ello conduce a “una íntima
tristeza reaccionaria” al juzgar el presente.
No se trata
únicamente de que estos escritores e intelectuales no entiendan la actualidad,
sino de algo peor: no la aceptan y, por lo tanto, lo único que ofrecen es
ofuscación y lamentos sobre la actualidad. Todo era mejor antes; todo es peor
ahora. Lo que no quieren aceptar es que, por encima de todo, es diferente, y
con ello hay que vivir.
“Pese al despliegue
de radicalismo e innovación, nuestros contemporáneos son en realidad muy
conservadores ―explicó Bellow―. Siguen a sus decimonónicos dirigentes y se
aferran a los viejos valores, interpretando la historia y la sociedad del mismo
modo que en el siglo pasado”. En otras palabras, no aceptan la realidad, y, por
ello, lo único que siguen ofreciendo, como alternativa cultural, es el retorno
a su “tiempo recobrado”.
Muchos escritores e
intelectuales aceptan de buen modo y hasta con entusiasmo casi infantil el
avión, el iPad, el smartphone, el Twitter y demás maravillas tecnológicas, pero
en cuestión de cultura siguen anclados en un centro canónico casi religioso,
sin comprender que todas esas maravillas forman parte de una nueva realidad que
también engendra otro tipo de personas y, en cuestión de cultura, otro tipo de
lectores.
Si no lo aceptan,
peor para ellos, pero los nuevos lectores o consumidores de tecnología no están
ansiosos de encender la pantalla para leer la Ilíada, la Eneida o el Quijote.
Bellow tenía razón: no podemos aspirar a mejorar las cosas si no somos capaces
siquiera de revisar nuestras actitudes y ortodoxias y dejar de huir de esa
realidad que negamos simplemente porque no nos gusta.
La mayor parte de
los escritores mexicanos muestra alarma por el hecho de que los mexicanos lean
mal, escriban mal, comprendan mal y sean poco menos que unos bárbaros
alfabetizados. ¡Así lo dicen cuando están ofuscados! Pero estos escritores
creen que todo radica en que la gente opta por lo peor en vez de elegir lo
mejor. Es decir, creen de veras que la gente tiene opciones, y que entre estas
opciones elige siempre las peores.
Comprender es saber
relacionar causas y consecuencias. Y muchos no comprenden muy bien. Dicen que
los mexicanos leen mal, escriben mal, piensan mal, comprenden mal, etcétera,
pero no dicen que estos mismos mexicanos viven mal, duermen mal, comen mal,
beben mal, estudian mal, trabajan mal, etcétera, y, por si ello no bastara, son
fruto de un sistema educativo que no está dispuesto a cambiar sus métodos y a
adaptarse a una nueva realidad.
La mayor parte de
los escritores y los intelectuales cree de veras que basta con los discursos
bienintencionados de los políticos, con los lemas favorables a la lectura, con
los spots edificantes y con los consejos de los propios escritores e
intelectuales para que las cosas cambien y nos transformemos en “un país de
lectores”. Sobre todo, si los televidentes ven, escuchan y leen a los escritores
e intelectuales que ―¡desde la tele!― aconsejan apagar la tele y leer un libro,
es decir encender la inteligencia y echar a volar la imaginación en vez de
entontecerse frente a la tele.
En un país de
mentiras (como lo ha denominado Sara Sefchovich), ¿hay alguien que crea de
veras que a la televisión mexicana le interesan los lectores? Le interesan los
televidentes, y es obvio que quienes tienen podrido el seso por la lectura, no
son muy televidentes que se diga. No olvidemos el chiste de Groucho Marx: “La televisión
me parece muy educativa. Cada vez que alguien la enciende, me retiro a otra
habitación y leo un libro”.
La mayor parte de
los escritores que habla sobre lectura ha leído a muchos escritores literarios,
pero no así a los pedagogos, psicólogos, sociólogos y filósofos de la
educación. Por ello, son muchos los que no saben que el “problema de la
lectura” es un problema educativo y no volitivo.
En general, las
personas han sido moldeadas en el arraigo de ideas definitivas y, por ello,
pertenecen a una educación en la que la lectura de libros sólo tiene un
propósito utilitario o instrumental, para arraigar más las ideas, pero no un
sentido liberador ni favorecedor de la independencia de criterio.
Aunque los oficios
de “lector” y “escritor” estén muy lejos de ser ambiciones aspiracionales, la
mayor parte de los escritores cree, inexplicablemente, en una utopía arcaica
que, todas las veces, pretende ser moderna: la de que todo el mundo puede ser
lector y escritor canónico. Es curioso que así lo crean, y ello revela que
aunque se tomen muy en serio a sí mismos, no toman muy en serio lo que hacen,
porque no se conocen.
Esta utopía arcaica
no la comparten, por cierto, pintores, músicos, escultores, bailarines, actores
y ni siquiera los futbolistas ni los boxeadores. Éstos saben que todo el mundo
puede pintar, que todo el mundo puede gustar de la música, que todo el mundo
puede gustar de la escultura, el baile, la actuación, el futbol y el boxeo,
pero también saben, y de ello están seguros, que no todo el mundo puede ser
pintor, músico, escultor, bailarín, actor, futbolista o boxeador.
Un pensamiento
cuerdo y centrado de los escritores tendría que llegar a la misma conclusión
respecto de la escritura y la lectura: todo el mundo puede escribir y leer (y,
en general, de hecho, casi todo el mundo lo hace), pero no todo el mundo puede
ser escritor canónico ni lector ávido de los clásicos. En este mundo hay tantos
intereses como personas hay, y muchos de los intereses de las personas están
muy lejos de la escritura y la lectura canónicas. (Hay excelentes lectores
anticanónicos.)
Cuando se habla del
libro y la lectura y nos quedamos tan sólo con los mitos amables y aun
confortables de los que habla Russell, hemos comprendido muy poco en realidad.
Leer o no leer no depende únicamente de un acto de voluntad, sino también de la
realidad que unas veces favorece la lectura y otras tantas conspira contra
ella.
En este punto
recordamos la breve y diáfana definición de inteligencia de Xavier Zubiri: “Ser
inteligente no es más que saber estar en la realidad y comprenderla”. Mientras
no comprendamos las circunstancias en las que se da o se deja de dar la
lectura, nuestro discurso al respecto sólo será un ideal teórico y retórico:
ese ideal de que todo el mundo lea los mejores libros de la universalidad,
independientemente de las condiciones en las que viven (y muchas veces padecen)
las personas. Pero, además, la lectura del siglo xxi no es la lectura del siglo
xviii o la del XIX y ni siquiera la del XX; menos aún la lectura del XVI, ese
mojigato anacronismo modélico con el que se sigue aterrorizando y ahuyentando a
los posibles lectores.
La escuela y, en
general, las instituciones se han desentendido de la realidad para proponer
ideales forjados en el humo del pretérito. El saber es importante, pero, para
todo el mundo, es más importante la supervivencia. Los libros son
extraordinarios, pero no hay nada más extraordinario que la vida. Dotemos a
esta vida de las circunstancias menos precarias y de un ambiente más favorable,
y entonces los libros y el saber podrán ocupar el sitio que hasta hoy se les ha
negado en el universo vital de las personas; pero además dentro de una
actualidad vital que tarde o temprano les revelará sus raíces.
La gente puede
pasársela muy bien o muy mal sin Shakespeare, sin Homero, sin Platón. Pero la
gente que se la pasa muy bien con ellos, y tiene conciencia de esta
circunstancia, ha de aprender a relativizar las cosas, revitalizándolas; no
ahogándolas en el lamento nostálgico. Y, al final, si consigue saber que la
vida sabe mejor con Shakespeare, Homero, Stendhal y los demás, que sepa también
que ello es porque tuvo una oportunidad, o muchas, que otras personas no han
tenido, por diversas circunstancias, en una determinada realidad.
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JUAN DOMINGO
ARGÜELLES (Quintana Roo, 1958) es poeta, ensayista, crítico literario y editor.
Hizo estudios de Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Ha publicado el
volumen de ensayos El vértigo de la dicha: Diez poetas mexicanos del siglo XX.
En 2004 reunió su obra poética de dos décadas en el volumen Todas las aguas del
relámpago (UNAM) y en 2009 la Editorial Renacimiento, de Sevilla, le publicó
una antología general de 25 años de escritura poética, con el título La
travesía. Es autor también de varios libros sobre el tema de la lectura, como
Escribir y leer con los niños, los adolescentes y los jóvenes (Océano, 2011) y
Estás leyendo… ¿Y no lees? (Ediciones B, 2011). Entre otros reconocimientos ha
recibido el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta, el Premio de Ensayo Ramón
López Velarde, el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen y el Premio
Nacional de Poesía Aguascalientes.