|Arte, Literatura y algo más|
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LOS MONOS DE AZÚCAR
LOS MONOS DE AZÚCAR
La
verdad, yo siempre quise ser uno de ellos.
Los
veía pasar, soberbios, por la explanada central de la escuela, oliendo a Jockey
Club como los mayores. Bien ordenados, derechitos, mirando con rencoroso desdén
a los famélicos de huaraches de correa como yo: de boca abierta, seca y
resentida, que teníamos las manos talladas, la piel calcinada.
Francisco Toledo, Horse with
Scorpians
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Nosotros,
los campiranos, recargados contra las paredes de las aulas, los escuchábamos
con singular atención: Qué tal profesor. Hola muchachas. Arriba ese ánimo. Eran
muy seguros, no se equivocaban; creo que nunca vi caer a uno de ellos en un
charco, ni regresar las evaluaciones con huellas de chile colorado, ni
trastabillar en la clase de historia. Tampoco bajar los ojos frente al rostro
deslumbrante de las muchachas o reprobar por un enamoramiento tragicómico -que
siempre se inclinaba hacía la comicidad-.
Yo
los veía pasar altivos, con sus camisetas límpidas de lana, sus pantalones
amplios, de mezclilla, y sus tenis Dunlop. Las muchachas quedaban extasiadas,
adorando en silencio a aquellos perfumados ángeles que levitaban sobre el piso.
Ellos eran el centro de todo, el universo escolar giraba en torno suyo, ¿qué
hubiera sido la escuela sin ellos, los monos de azúcar, espléndidamente
alimentados con biberón hasta el tercer año de primaria?, ¿qué hubiera sido de
nosotros, los apergatados en el vacío, los torpes de manos y píes, que casi
siempre cometíamos los errores y ridículos?
Estaban
en todas partes. Eran la vanguardia, los invencibles, los audaces -Mundito pasa
la pelota- y la zurda de Mundito, ¡zas!, la pelota llegaba domesticada... Eso,
eso, y Noé fintaba a Garrincha, dejando tirados a los defensas, ¡zoooom!,
remataba Beto. ¡Goooool! A esos cabrones nadie les gana, decía un compungido
compañero que solía sentarse conmigo a ver los partidos. Mi mamá dice que es
porque les dieron leche de burra. Yo no le contestaba, miraba los montes a lo
lejos, levantando la vista al cielo, y pensaba: Es cierto, a esos cabrones
nadie les gana.
Los
lunes, después del homenaje a la bandera, se abrumaban de nombramientos: por su
destacada participación..., la distinción al mejor alumno..., honor a quién
honor merece..., con ustedes la patria tendrá un promisorio futuro, donde
nuestro mayor emblema será la grandeza inclaudicable como el poeta López
Velarde..., bla, bla, bla.., y no faltaba -como siempre- el desmayado, que a la
hora más emocionante del discurso del Director, se caía desmadejado como un
muñeco de trapo, con el estómago vacío. ¡El alcohol!, ¡Las aspirinas! Cuando
aquel pobre hubiera querido escuchar : ¡Las gordas, la Doble Cola! Pero no, el
pobre Cata siempre se desmayaba los lunes. Él y sus pecas, el trompo de
mezquite y su atinada zurda, con la que preservaba a las chivas de los coyotes.
siempre Cata aguando los lunes. siempre Catalino con sus ojos hambrientos.
¡Pobre Cata!
Un
maestro socialista trasnochado, tuvo la ocurrencia de solicitar al ejido una
parcela para la escuela. Y allá vamos todos a desmontar, hombres y mujeres. Corten
los mezquites, arranquen la engordacabra. quemen los huizaches, carguen las
piedras. Los monitos de azúcar nomás nos miraban. ¿Te acuerdas Nando?. Tú y yo,
envalentonados cargábamos las piedras que casi nos rompían las vertebras.
Agarrábamos indiferentes la mala mujer, amarilla y espinosa. A puntapiés
arrojábamos las cascabeles, pero las muchachas no nos miraban; tenías razón
Nando, a esos cabrones nadie les gana. Ellas seguían ora arrancando una
carrihuela, ora viéndoles la transparente piel, el cabello embrillantinado,
rodeado de mágica luz.
Agobiados
por el hambre, tú y yo, Nando, siempre cambiábamos comida por la fuerza bruta:
tumbar un mezquite costaba una torta de aguacate. Amontonar piedrita un Jarrito
o un Pep. Los monos de azúcar siempre se conservaban limpiecitos, intactos, sin
manchas; y yo cría que estaban protegidos por una burbuja, llegué a creer que
respiraban otra cosa, ¿te acuerdas, Nando?
Ese
verano del 78, ocurrieron cosas maravillosas que marcaron mi vida. De
vacaciones nos la pasábamos en el río, agarrando sardinas que se refugiaban
debajo de las piedras, espiando turbios encuentros sexuales que alteraban la
paz de los membrillos, robándonos los elotes o persiguiendo a las muchachas
entre los callejones oscuros; todavía recuerdo la mirada aterrorizada de Lupe,
cuando quise abrazarla. Estoy seguro que me vio cara de falo cegado por el
deseo, por la fiebre de la posesión, por la sangre que se agolpaba en mi rostro
como un horno.
Pero,
Nando, ellas no nos querían, ni pensaban en nosotros. Ellas soñaban con los
monos de azúcar que vivían en el Centro, que fumaban Raleigh o Salem
mentolados, y que pasaban raudos en sus bicis, rompiendo el silencio de las
calles.
Fue
el verano de la tragedia. Los del Barrio, devastados en una esquina escuchando
cómo los desnutridos tunecinos destrozaban a nuestra selección: el Gonini
Vázquez Ayala errático y Leonardo Cuellar enredado en los laberintos de su
cabellera. Después vino Polonia. Alemania con sus siete a uno. Ya, ya párenle,
y los hijos de... Europa nos devolvió avergonzados a casa. Después de la
melancolía invadimos las calles hasta las altas horas de la noche: la radio nos
despertaba la imaginación, y allá un izquierdazo que dejaba ver las uñas
embarradas en las piedras, creyendo ser Boniek o un desesperado entre dos
piedras, tirándose como Pilar Reyes.
Terminábamos
acostados sobre las banquetas, agotados, viendo como la luna nadaba luminosa
entre nubes grises que parecían trapos viejos. Observamos las copas oscuras de
los nogales. Percibíamos las estrellas titilando entre los pocos espacios que
dejaban las nubes; allá, en la barda de la escuela -no te enojes Nando- estaban
los monos de azúcar con las muchachas, restregándolas contra los adobes. Con un
orgullo inútil, tratábamos de ignorar aquellos encuentros, calientes y tibios,
como espuma de chocolate. Ves aquel satélite, Nando, míralo, allá va...
Cuando
iniciamos el ciclo escolar 78/79 de secundaria, me enamoré de Griselda, una
muchachita de ojos amielados y blanca como las auroras de verano. Con cuanta
impaciencia aguardaba aquellos encuentros que me hacían olvidar a los monos de
azúcar. Por ella, montado en un burro, yo me creía Alejandro Magno sobre
Bucéfalo arengando invictas falanges. Por ella, las calles parecían jardines
envueltos de fragancias exóticas. Por ella perdone a los molestos perros y
exhoneré de toda culpa al gato que se comió al pollito preferido de la familia.
Griselda en la sopa, en la lectura de español, en los campos de alfalfa, en la
poderosa flor de las biznagas. Griselda en los ojos fijos de los bagres, en los
uniformados maizales, en la peña donde habitaba el mítico Chan. Griselda en la
misa agarrando una flor... Griselda -maldita sea, Nando- viendo a los
perfumados, a los príncipes, a los infallables, a los puros: a los monos de
azúcar. Cierto, Nando, cierto, a esos cabrones nadie les ganaba.
En
una clase de Educación Física, viendo el maestro nuestros adelantos en el
futbol, nos pidió cambiar de vestimenta: nada de huaraches, ni pantalones, sólo
shorts y tenis. Comunique ésto a mi madre, quien, devota, por las tardes
comenzó a diseñar un short color verde limón.
La
máquina de cocer en el patio crujía como vieja locomotora, mientra yo ensayaba
las paredes, las fintas y el tiro con el empeine. Después de desgranar las
mazorcas bajo la sombra de una veterana mora, fui observando cómo el short
tomaba forma. Mamá cada vez que ensartaba el hilo en la aguja no paraba de
decir: Nada como la terlenka, sólo la terlenka es buena, la terlenka no se
acaba mientras no le prendan un cerillo.
Mi
papá consiguió unos shoots, 3 números más grandes -del 28- que mi pie. Eran
rojos, de un plástico que llegué a odiar en mayo , cuando sentía el desierto
del Sahara en mis pies. El día llegó, paciente, con la seguridad de quién sabe
que las cosas van a salir bien. Vi como los monos de azúcar se sujetaban los
shoots, esos sí, a su medida exacta, y se ponían sus discretos pero elegantes
shorts Adidas. Miré de reojo el rostro de Griselda. Sentí una emoción infinita
y comencé a vestirme, primero el short verde limón que causó risitas
maliciosas, y después los shoots que mi padre me había rellenado con la borra
de un viejo colchón. Supe que se reían por envidia -hasta tu te reíste, Nando-
Me gustaba el short, aunque hubiera algo femenino en él que provocaba mi
desconfianza.
No
bien toqué la pelota cuando un compañero, desde el otro extremo gritó
desaforado: Pásala, Hernán Cortéz. Mire abrumado mi short verde, me di cuenta
que tenia unos horrendos elásticos que abombaban inmisericordes la tela, la
cual a esa hora del día, era una caldera. El ridículo estaba consumado. Miré a
la porra, señalándome impía: y, perdida entre las cabezas Griselda se sujetaba
el estómago muerta de la risa. Ya no te digo, Nando, cómo se burlaban los monos
de azúcar. Esa noche no dormí pensando en que jamás volvería a ver los ojos
amielados de Griselda.
Me
hubiera muerto de tristeza, pero un día apareció un maestro joven, de sonrisa
fácil, cargando un bulto de libros sobre su espalda. Era el nuevo maestro de
Español. Su clase constituyó una verdadera fiesta, ¿te acuerdas, Nando?, ahí
comenzamos a leer a la Generación del 27, a escribir los primeros versos, de
pésimo gusto, imitando a Góngora, a Rubén Darío. Comencé a enviar las primeras
cartas de amor y entendí cuál podía ser la debilidad de los monos de azúcar.
Formamos
un Club de Lectura. Poco a poco fuimos siendo alguien en la escuela: Miguel
Hernández, León Felipe, Albertí, Bennedeti, Lorca, Neruda, Huerta.
Fue
cuando percibí una pequeña lucesita de amor en los ojos de Griselda, una luz
que aún me acompaña. Supe entonces que, aunque yo quisiera, ya no podría ser un
mono de azúcar.
Everardo Ramírez Puentes
Peñón Blanco, Durango
Narrador, poeta y promotor de lectura.
Es autor de Poemas para no sentirse derrotado (ICED, 2003), del libro de cuento Las Moscas llegan en el verano (ICED, 2012) y de varios ensayos publicados en suplementos culturales y revistas.