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Isadora Montelongo (Monterrey, México)
Este cuento fue publicado en Octubre de 2011 en la Revista de Playboy, México
SERGIO
La línea del tiempo, urticaria, y los horarios encima. Es lunes. La queja es grande. Sergio viste de traje, loguea su número de empleado sobre el computador, se frota la mano contra el pecho encima de la camisa, se sienta en el escritorio hasta terminar su trabajo. Pasa por alto la hora de comida. Se rasca.
Sergio es un empleado distinguido como la única cafetera de la oficina. El jefe gordo y gruñón lo aprecia y confía en él. Sergio lo sabe. Los demás compañeros lo respetan como a un oficinista que trabaja y trabaja fuera de control. El robot, le dicen con tono de elogio.
Sergio termina su jornada de diez horas, evita restregarse la mano en el cuerpo a causa de la comezón, vuelve a su casa. Abre la puerta, nadie lo espera, ni si quiera el timbre del teléfono de casa. Se rasca el picor. Llega a su cuarto, en vez de irse hambriento contra el refrigerador, desviste su traje y corbata. Se queda con el cuerpo desnudo, la piel blancuzca le cala.
Baja al refrigerador, lo abre y saca un litro de leche tras otro. Bebe repetidas veces directo del cartón, hasta saciar la sed. No come más nada. Evita rascarse sobre el picor de la piel de todos los días. Cierra todas las persianas de casa. Se va a la cama.
El día es grande. 10 horas de trabajo. Felicitaciones por su buen desempeño, invitaciones, como siempre rechazadas por él, para ir con los compañeros de trabajo a beber unas cuantas cervezas. Es viernes y Sergio es el único que no lo ve con satisfacción.
Regresa a casa. Abre la puerta. Desviste su traje y corbata. Va al refrigerador, desnudo con su miembro colgando escamoso. Toma de adentro un litro de leche tras otro hasta agotarlos. Siente el picor que le cala, rasca un poco la piel. Cierra el refrigerador y en el reflejo de la puerta, comienza a retirarse la piel del pecho, despega la piel tirón tras tirón, lentamente le sigue el cuello hasta asomarse un tono verduzco que le sobresale sin una gota de sangre, se rasca, sigue con las piernas y el miembro hasta retirarse la piel como una enorme blancuzca laca pegajosa que deja bajo el agua del grifo para que se deshaga. Se retira la cara. Y Sergio cambia. Es él, en la noche de cada viernes, es él en la soledad de casa, donde no siente urticaria por la piel humana, pero donde no hay nadie que crea o confíe en él.
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