¿POR QUÉ ES UN PROBLEMA LA LECTURA?

JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Desarrollar el gusto por la lectura no es cuestión meramente de voluntad individual. El interés por los libros aparece sólo en ciertas circunstancias. ¿Qué propicia y qué inhibe la afición por la lectura? Si México no es un país de lectores es porque no hay condiciones para ello. El problema empieza en el sistema educativo.

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La voluntad de leer

Cada vez son más frecuentes en México las reflexiones y debates sobre el poco o nulo “hábito de la lectura”. Poco o nulo hábito, se entiende, de un particular tipo de lectura: el canónico, es decir el de los libros de calidad, el de los clásicos antiguos y modernos o, con palabras de Harold Bloom, el del “canon occidental”.
Yo mismo he abonado no pocas páginas ni escasas palabras a este tema, que se ha vuelto de pronto “muy importante” lo mismo para el discurso oficial que para el interés privado. Pero lo que más me inquieta es que, en este asunto que parece tan importante, casi todos los análisis vayan exclusivamente por el sendero literario y estético hasta desembocar en un punto predecible que ya se ha vuelto lugar común: la vergüenza nacional que representa la muy precaria práctica de lectura y “la falta de disposición” de los mexicanos para leer buenos libros. (También España se avergüenza de que sólo 3% de sus alumnos alcance el nivel más alto de resultados de la prueba OCDE-PISA, en destreza lectora, y del hecho de que su índice de lectura esté “a la cola de Europa”. ¿No lo sabían?)
Lo preocupante de los análisis literarios sobre la lectura es su inflamado lirismo y su acentuada ingenuidad, y el que hagan muy poca o ninguna inflexión sobre lo social y lo pedagógico, es decir sobre la realidad circundante de los lectores y los no lectores.
En los discursos de los escritores siempre queda flotando en el ambiente la especie de que la gente no lee buenos libros porque carece de la decisión para hacerlo y, en cambio, utiliza con alegre y necia disposición mucho de su tiempo en actividades deleznables cuando no nocivas para su salud intelectual.
La mayor parte de los escritores, intelectuales y gente culta piensa así. Son muchos los que observan el fenómeno de la lectura como una muy positiva abstracción a la que la realidad prácticamente no afecta; y lo hacen desde una posición poco realista. En la cima del intelectualismo, la perspectiva de lo cotidiano se empequeñece o se difumina, hasta imposibilitar una mirada peatonal. De ahí que todo se reduzca al siguiente postulado: Leer buenos libros es bueno; no leer libros buenos, o simplemente no leer libros, es malo.
Tal razonamiento resulta, desde luego, inobjetable. Pero de lo que no se habla es del fondo del asunto, del por qué se lee y del por qué no se lee. Atribuir los motivos exclusivamente a la voluntad, o a la falta de ella, es una explicación demasiado simplista y bastante errónea.
Cuando no nos preguntamos el porqué de las cosas ni tratamos de entender qué hay más allá de nuestras certidumbres cultas, la “buena lectura” volitiva se convierte en lo que Bertrand Russell denominó un “mito agradable”. Así, la gente culta concluye que leer libros es cosa estupenda pero no se explica (es decir, le parece ¡asombroso!, ¡increíble!, ¡inconcebible!) que haya gente que no quiera leer o a la que no le seduzca el elevado ejercicio espiritual de leer libros.

¿Qué es lo único que necesita la gente para leer buenos libros?, es la pregunta implícita y explícita desde ese “mito agradable”. Y la respuesta inmediata es: Iniciativa, determinación y ansias de conocimiento.
Pero ello no es así como así. En el fondo hay una realidad que no aparece en esta bienintencionada y candorosa respuesta que soslaya o no comprende lo más importante: la situación, el entorno, el ambiente, la realidad.

Circunstancias y educación

Desde sus condiciones privilegiadas, desde sus ámbitos de comodidad, cuando ya se poseen circunstancias muy favorables para, efectivamente, desear leer, muchos escritores no examinan a qué se debe realmente eso que se ha dado en llamar, en términos sanitarios, “el problema de la lectura”.

Su pensamiento se queda en la abstracción estética y en el ideal positivo de leer y promover la lectura de los mejores libros, pero no va más allá. Se preguntan, escandalizados: ¿Cómo es posible que, siendo tan maravillosa la lectura, la gente no quiera leer? Y ahí detienen su cuestionamiento; de modo tal que el motivo principalísimo de la falta de lectura acaba atribuyéndose a la simple desidia.

No entienden las condicionantes sociales, no toman en cuenta las limitaciones económicas, soslayan ―como si no existieran― las adversas circunstancias laborales y familiares, y no se enteran en absoluto de lo pésimo que es el sistema educativo, una de cuyas consecuencias más graves es no sólo no favorecer, sino sobre todo obstaculizar, el libre desarrollo intelectual y espiritual de las personas.

Por ello, no es muy inteligente sostener que los mayores culpables de su falta de cultura literaria y libresca ―producto de su atávica indolencia― son, sobre todo, los individuos, y no las instituciones formativas y las circunstancias en las que viven dichos individuos.
La mayor parte de los escritores e intelectuales cree de veras que la gente es muy bruta simplemente porque no se le pega la gana de leer a los grandes escritores, a los autores de las obras maestras que han transformado a la humanidad. Pero los viejos y hoy poco leídos Ensayos sobre educación (1926), de Bertrand Russell, nos ofrecen muchas respuestas claras y sensatas sobre este asunto tan llevado y traído, sobre el cual todo el mundo culto moraliza y pontifica pero sin llevar a cabo un análisis veraz.

El “problema de la lectura” en México, y en muchos otros países, no es otro que un problema de educación; particularmente de una educación que tiene como propósito “arraigar ideas definitivas” en vez de favorecer una independencia de criterio. Y este problema educativo entronca, por supuesto, con las peculiaridades de un sistema político y económico que, en su pragmatismo tecnocrático, conspira de manera natural contra la cultura y las humanidades.

Russell señala: “A nada conduce, al enseñar literatura lo mismo a pequeños que a mayores, el que aprendan las fechas de los autores, los nombres de sus obras, etc. Lo que se puede hallar en un manual no tiene valor. Lo que sí lo tiene es familiarizarse con algunos trozos de buena literatura, de modo que tal familiaridad influya no sólo al estilo, sino al pensamiento”.

¿Y cómo procede, en México, el sistema escolar en el caso de la lectura? Exactamente como en la primera descripción de Russell, y muy lejos, por supuesto, de la segunda. Es obvio que la mayor parte de los estudiantes odia y sufre esas estériles clases de literatura, a tal grado que acaba por detestar esta materia que le parece el colmo del aburrimiento y la inutilidad, sólo superada quizá por sus aburridos y autoritarios maestros (hijos también de la misma educación) que, muchas veces, dan clases de literatura sin ninguna pasión por su propia materia, no digamos ya por los libros.

Russell, que sustentó muchas ideas contradictorias y polémicas sobre muchas cosas (el pacifismo, la guerra, la ética, el amor, la libertad, el matrimonio, la igualdad, etcétera), sabía, sin embargo, algo incontrovertible que mucha gente culta no sabe, o no recuerda, cuando aborda los distintos problemas del ser humano: “La vida puede ser buena o mala según las circunstancias”.

Esto quiere decir que hay circunstancias que favorecen la lectura, la filosofía, la ciencia, el arte, el deporte, etcétera, y hay circunstancias que los inhiben cuando no los matan. Del mismo modo, hay circunstancias que favorecen y alientan la incultura, la ignorancia, la superstición, la mentira, la hipocresía, la violencia, la frivolidad, etcétera, mientras que otras las impiden.

Se puede refutar esta prevalencia de las circunstancias en el modo de vida, pero sólo mínimamente. Algunos dirán que, contra todo determinismo de unas circunstancias desfavorables, se convirtieron, por ejemplo, en grandes lectores, pero sólo se trata de excepciones, del mismo modo que excepcional es el caso de alguien que consigue vencer las circunstancias de un ambiente criminal ―que conspiraba todo el tiempo para hacerlo un delincuente― hasta convertirse en una persona de bien.

Las circunstancias son determinantes en las personas, y antes incluso que Russell, José Ortega y Gasset, en sus Meditaciones del Quijote (1914), formuló el célebre apotegma que mucha gente culta parece no comprender: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”. Lo que Ortega dice es que, para poder comprender algo, hay que buscar el sentido del entorno. En otras palabras, no estamos hechos de pura voluntad: lo que nos rodea influye en nosotros y en gran medida nos determina, aunque tampoco todo sea determinismo.

Parece una perogrullada, pero lo malo es que hay muchas personas inteligentes que no comprenden hoy el sentido lógico de las perogrulladas. Con frecuencia, las circunstancias que rodean a alguien y que lo coaccionan y lo determinan, le hacen dificilísimo, cuando no imposible, escapar y construir otros ámbitos; es decir, ir más allá de lo que tales circunstancias tienen de limitación y de peculiaridad.

En su libro, Ortega pone un ejemplo clarísimo: “Los que viven junto a una catarata no perciben su estruendo: es necesario que pongamos una distancia entre lo que nos rodea inmediatamente y nosotros, para que a nuestros ojos adquiera sentido”. Y añade: “Los egipcios creían que el Valle del Nilo era todo el mundo. Semejante afirmación de la circunstancia es monstruosa y, contra lo que pudiera parecer, depaupera su sentido”.

¿Cómo tomar una buena perspectiva de las cosas ahí donde las circunstancias nos aplastan o nos favorecen? Circunstancias aplastantes y viciadas son las que viven muchas personas, con escasas o nulas posibilidades de salir al aire puro de la cultura. Circunstancias favorables, que excitan el optimismo, son las que viven muchos escritores e intelectuales, incapaces de tomar una distancia prudente (ni muy por encima ni muy por debajo) para ver en perspectiva, por un lado, sus facilidades propias, y por el otro, las grandes dificultades de los demás.

Vuelvo a Russell y a sus Ensayos sobre educación, en cuyas páginas afirma: “Los niños no son, naturalmente, buenos ni malos. Han nacido solamente con algunos instintos y reflejos; aparte de ellos, el ambiente produce los hábitos que pueden ser sanos y morbosos”.

Lo anterior es tan lógico (y hoy tan chomskyano) que no admite refutación. Pero, además, Russell sostiene que lo importante, en el caso del aprendizaje, es el espíritu de libertad y aventura. “La sensación de emprender un viaje de descubrimientos”, afirma. (Paulo Freire, Ivan Illich, Vigotsky y Noam Chomsky, entre otros, lo dicen repetidamente también, cada uno, en sus libros.)

Para Russell, si la educación formal procediera con este espíritu de libertad y aventura, no habría siquiera razón alguna para introducir ninguna disciplina externa, pues cuando los niños, los adolescentes y los jóvenes hacen cosas a su gusto, la verdadera disciplina es inherente a ellos, sin necesidad de coacciones. Lo que construyen con ese espíritu de libertad y aventura, haciendo cosas que les agradan, son vasos comunicantes de experiencias que conducen espontáneamente a otras actividades deseables, entre ellas la lectura misma.

La propuesta de Russell es todo lo contrario de como ha venido procediendo la escuela tradicional y contemporánea que se funda en la antigua idea de disciplina que es ordenar a alguien hacer lo que le desagrada al tiempo que se abstiene de hacer lo que le atrae.

En el caso de la lectura en México, éste es, por desgracia, casi el único procedimiento con el que funciona el sistema educativo. Obliga a leer, desde una disciplina externa, aquello que los estudiantes aborrecen, y no les concede prácticamente alternativas para que leer tenga un sentido de gozo, aventura, descubrimiento, identidad y pertenencia.

Para los niños y los preadolescentes (lo mismo que para los cachorros animales, como lo advirtió perfectamente Huizinga en Homo ludens), el verdadero aprendizaje está vinculado más al juego que a la disciplina externa. El juego es, como bien advierte Russell, una necesidad vital que va acompañada de un placer inagotable. Y este elemento es el que debería aprovecharse, en la práctica de la lectura, para que leer sea un auténtico placer y no un castigo disfrazado de disfrute. La educación ha hecho muchísimo daño al placer de leer, incluso desde la más tierna infancia.

Russell sentencia: “La estupidez artificial de muchos libros modernos infantiles es desagradable. O le aburren al niño, o le confunden y le perturban su impulso hacia el desarrollo mental”.

En lugar de obligar a los estudiantes a leer cosas que no les gustan, habría que buscar alternativas placenteras para que leer se convierta en una experiencia inolvidable. Si un libro no les gusta, hay otros millones que podrían atraerles, y no todos son clásicos, por cierto.

Los clásicos, ¡siempre los clásicos!

El asunto de los clásicos es un tema que no se comprende cabalmente. En México, José Vasconcelos se ha convertido en la muletilla preferida, en relación con esto, pero la verdad es que Vasconcelos editó y distribuyó a los clásicos, pero no emprendió, realmente, ningún programa de promoción y fomento de la lectura. Su programa fue editorial y alfabetizador. Su justificación, desde la sep, entre 1921 y 1924, al publicar los clásicos, es muy precisa:

    La divulgación de estas obras viene a constituir la segunda parte de la campaña que estamos desarrollando contra el analfabetismo; pues de esta manera, después de enseñar a leer, damos lo que debe leerse, seguros de ofrecer lo mejor que existe, porque en la selección de las obras no nos guía más criterio que el de la suprema excelencia, y el propósito de formar una colección que abarque, hasta donde es posible, todos los aspectos más nobles del pensamiento humano.

Casi por esos mismos años ―como ya hemos visto―, y en otras circunstancias por supuesto, Russell no habría pensado en ningún momento que Plotino, Plutarco, Platón, Homero, Dante, Goethe, Rolland, Tagore y otros clásicos antiguos y modernos eran lo que debía leerse ni siquiera en Inglaterra, pues él creía que sólo “hay dos motivos para leer un libro: uno, el disfrutar con él; el otro, el jactarse de ello”.

Hay que terminar de una vez por todas con el equívoco de que Vasconcelos llevó a cabo un programa de lectura. Lo que hizo fue un proyecto editorial (trunco) y un programa alfabetizador que las circunstancias nacionales le exigían, y optó por los clásicos (“raíz de toda nuestra literatura”, justificó) porque tal era su formación y porque, en gran medida, su juicio personal prevaleció sobre cualquier otro criterio, incluso en su desafortunado desdén y denuesto público contra Shakespeare. Sentenció: “Se publicarán, también, algunos dramas de Shakespeare, por condescendencia con la opinión corriente”. (En su esclarecedora tesis Análisis del proyecto editorial vasconcelista ―UNAM, 2009―, Yazmín Liliana Cortés Bandala despeja muchas dudas y equívocos sobre este tema.)

Lo cierto es que cuando los escritores, los intelectuales y la gente culta en general, afirman que no hay nada mejor que los clásicos para iniciar a los muchachos en la lectura, lo único que están haciendo es repetir un precepto políticamente correcto pero pedagógicamente falso.
Los libros tendrían que abrirnos puertas a la aventura para que leer signifique, y resignifique, algo más profundo y más libre que únicamente estudiar a los clásicos y hacer reportes y resúmenes de lectura. Leer es, sobre todo, recrear sentidos. Hace poco, en un concurso universitario de ensayo, en el que fui jurado, reconfirmé que muchos universitarios creen que comprender un libro es resumir su trama y mencionar las anécdotas y los personajes. No se atreven a emitir juicios ni a plantear ideas. Se empapelan: no se salen de las páginas leídas. Esto es lo que les ha enseñado la escuela. Y a eso le llaman “ensayo”, cuando ensayo es precisamente todo lo contrario: pensar, inquirir, divagar, descubrir, hallar, como plenamente lo demostró Montaigne.

Una buena cantidad de libros sin ninguna connotación canónica ha iniciado a muchos lectores y luego los ha llevado, en su momento oportuno, a los clásicos, a las obras maestras, a los inmortales. Pero obligar a leer a los clásicos, como lo hace la escuela actualmente (y como creen muchos escritores e intelectuales que debe hacerse), es propiciar que los muchachos se alejen de ellos y, literalmente, los detesten. Los clásicos son, especialmente, el azote de los adolescentes, y en gran medida el desdén que sienten por ellos es culpa de la escuela y de los adultos que los han prejuiciado para siempre, producto de una obligación antipedagógica.

Sensatos lectores e investigadores, como el autor del blog Desequilibros, sostienen que el día que se hizo obligatorio leer el Quijote en las escuelas españolas (mediante decreto del 6 de marzo de 1920) “fue el comienzo del terror que provoca su sola presencia entre escolares y universitarios y en los programas de estudios. Y el comienzo de una larga tradición de aversión hacia la lectura, que no hace sino perpetuarse, como se deduce de los índices de lectura e informes pisa de rigor”. Y añade: “El Quijote es uno de los ‘ochomiles’ de la literatura y de la lectura. Antes de enfrentarse a él, conviene realizar un proceso de aclimatación que nos prepare física y psicológicamente para afrontar el reto de leer una de las mejores y más lúcidas obras que haya parido mente alguna”. Pero esto no lo saben en las escuelas.

Con gran sinceridad y alejado de todo prejuicio culturalista, Russell confesó: “He de decir que gasté durante mi juventud una gran cantidad de tiempo, que hoy considero casi completamente estéril, estudiando latín y griego. El conocimiento de los clásicos no me proporcionó ninguna ayuda en ninguno de los problemas que me han preocupado más tarde. Me ocurrió lo que al 99 por 100 de los que estudian clásicos: que nunca profundicé lo suficiente para llegar a leerlos con placer. […] Cuando yo era niño, la astronomía y la geología me ayudaron más que las literaturas de Inglaterra, Francia y Alemania, cuyas obras maestras leía, obligado a ello, sin mucho interés”.

Mal leída y peor comprendida, esta confesión de Russell podría llevar a pensar a más de un taimado que el autor de La conquista de la felicidad desautoriza leer en la escuela o fuera de ella a los clásicos, y que quien lo cita le hace eco para machacar su propia convicción. Nada más lejos de ello. Lo que Russell afirma, y con lo cual coincido, es que la educación, aun en el caso de la disciplina, tiene que fundarse más en el placer que en el hábito y más en el goce que en la obligación; y que, para ello, la vieja creencia de que los clásicos y todos los libros canónicos son las lecturas ideales, es, por principio de cuentas, una creencia falsa fundada especialmente en un concepto aristocrático de “educación ornamental” con muy poco asidero, hoy, en la realidad. Una buena lectura de un libro no canónico puede sorberle el seso a un estudiante y ayudarle un día a acercarse a los clásicos, comprenderlos, gozarlos y realmente estimarlos.

Vida y lectura

Después de todo, ¿para qué leer libros? En un inteligente y apasionado artículo (“Libros como espejos”, La Jornada, 2 de noviembre de 2011), el investigador y periodista Carlos Martínez García plantea cosas fundamentales para la reflexión. Escribe: “El valor de los libros no es tanto la información que nos dejan al leerlos, sino su potencial para ayudarnos a descubrir nuestra grandeza y/o fragilidad humana. El acto solitario de la lectura, cuando marca sus improntas en nosotros, nos permite mirar la vida desde nuevos ángulos y posibilidades”.

Parafraseando a Lichtenberg (“Un libro es como un espejo: si un mono se asoma a él no puede ver reflejado a un apóstol”), Martínez García nos dice que los libros deben hacer las veces de espejos no para complacer nuestro narcisismo, sino para ensanchar nuestros horizontes vitales. Parafraseando a Stevenson (“Los libros son lo bastante buenos a su manera, pero también son un poderoso sustituto exangüe de la vida”), nos dice que “leer no puede, no debe, ser un sustituto de la vida”, pues “encerrarse en páginas y páginas de papel, o en su formato electrónico, para evadir sistemáticamente la realidad es practicar un aislacionismo que reduce nuestro potencial humano, porque nos forjamos mejor en contacto con los otros, ya sean parecidos o completamente distintos a nosotros”.

Más aun. Parafraseando a William Hazlitt (“Un simple erudito, que sólo sabe de libros, ni aun de libros sabe”), Martínez García afirma que “los lectores que combinan libros y vida, a diferencia de aquellos a quienes pareciera sólo interesarles sumar páginas consumidas a su currículo, están mejor capacitados para contagiar a otros la pasión de multiplicar los espejos milenarios, centenarios, de hace unas décadas o de hoy que están por muchas partes”.

Dicho lo anterior, la conclusión de este investigador no puede ser más precisa en cuanto al diagnóstico del “problema de la lectura” en México: “Mucho del sistema escolar está orientado a desalentar la lectura. Al hacer esto, en lugar de multiplicar los espejos, se veda a millones de estudiantes la posibilidad de reflejarse y examinarse con mirada inteligente. No hay imaginación pedagógica para transmitir el gozo de leer, simplemente porque en su mayor parte los profesores no son lectores. Y tampoco lo son los funcionarios encargados de aumentar burocráticamente los índices de lectura”.

Un diagnóstico así desnuda por completo el penoso simulacro de las campañas y programas de lectura que, desde la empresa privada y desde el Estado, se quiere erigir en ejemplo de pedagogía y filantropía, por medio de modelos de tenaz analfabetismo cultural. Y cuando los escritores y los intelectuales que abordan este tema no cuestionan ese simulacro, sino que en ocasiones hasta lo avalan, puede afirmarse sin duda que viven fuera de la realidad. Pensar que la gente no lee nada más porque no se le da la gana, sin hacer una crítica real a las circunstancias, es evadir absolutamente el problema. Y poner como modelos de lectura a analfabetos funcionales que brillan en las pantallas del televisor es insultar la inteligencia de las personas.

Por otra parte, hay escritores que ven las cosas muy fáciles y simples porque lo hacen desde las cómodas atalayas de sus circunstancias privilegiadas. Por ello no es casual que hasta ejemplifiquen con ellos mismos para mostrar que leer es muy fácil y que convertirse en ávidos lectores, como lo son ellos, es sólo cuestión de quererlo y emprenderlo. Uno se sorprende de tanta simplificación y de este absoluto simplismo que los hace concluir que vivimos en un país de contumaces brutos que eligen ser brutos en lugar de elegir ser cultos.

La mayor parte de los escritores piensa así porque vive en mundos ideales: en casas y departamentos muy bien acondicionados y en estudios y cubículos color de rosa. Estos escritores creen, además, que la lectura sólo se reduce a la “Literatura” y al “Libro”. Y a la menor oportunidad expresan su nostalgia. Comienzan por decir que se hicieron lectores y escritores porque antes ―¡siempre antes!― había mayor inclinación cultural y ellos tenían más ánimo para aprender y leer que el que ahora tiene la gente holgazana.

Esta película ya la he visto muchas veces y es insoportablemente aburrida. Los escritores se juntan para sumar lamentaciones sobre la ignorancia y la estupidez de los que no leen libros, y no parecen comprender que no es una decisión exclusivamente individual no leer la Ilíada ni el Quijote a cambio de ver todos los días, en la televisión, los Simpson, el futbol y las telenovelas. No entienden que éste es un problema estructural, económico, social, educativo, cultural y no únicamente volitivo. Piensan que la gente en cualquier momento podría dejar la lectura de sus publicaciones baratas de los puestos de periódicos, o podría renunciar a la tele, para ponerse a leer a Shakespeare y a Sterne. Y de veras lo creen, porque a lo largo de sus disertaciones, el factor social (la circunstancia) está ausente de su discurso.

Por lo demás, ¿en qué época de la historia humana los lectores de libros han sido mayoría? No se necesita ser un predicador elitista para saber que esto jamás ha ocurrido. Alberto Manguel lo examina detenidamente en Una historia de la lectura. Es verdad que muchos intelectuales y escritores viven a disgusto con su entorno, porque desean que quienes les rodean sean tan cultos como ellos, pero las cosas no van a cambiar nada más porque lo deseen. Saber distinguir el deseo y la realidad libera de mucha neurosis. La realidad es que internet ha conseguido ―como en ninguna época― que sean más las personas que leen y escriben, aunque no precisamente libros ni mucho menos clásicos.

Estar en la realidad

Muchos escritores e intelectuales han huido de la realidad. No aceptan las contradicciones ni mucho menos las alteraciones que significa vivir en ella. Tienen una especie de nostalgia incurable y hablan siempre del maravilloso pasado contraponiéndolo siempre al detestable presente.
Esto ya lo había advertido Saul Bellow, en 1976, cuando en su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura ironizó sobre la “ranciedad de las ideas” de forma tal que había que distinguir entre un “análisis intelectual” y un “análisis de intelectual”. El “análisis de intelectual” ensimisma su nostalgia en un canon libresco cuyo centro es fijo e inalterable, y ello conduce a “una íntima tristeza reaccionaria” al juzgar el presente.

No se trata únicamente de que estos escritores e intelectuales no entiendan la actualidad, sino de algo peor: no la aceptan y, por lo tanto, lo único que ofrecen es ofuscación y lamentos sobre la actualidad. Todo era mejor antes; todo es peor ahora. Lo que no quieren aceptar es que, por encima de todo, es diferente, y con ello hay que vivir.

“Pese al despliegue de radicalismo e innovación, nuestros contemporáneos son en realidad muy conservadores ―explicó Bellow―. Siguen a sus decimonónicos dirigentes y se aferran a los viejos valores, interpretando la historia y la sociedad del mismo modo que en el siglo pasado”. En otras palabras, no aceptan la realidad, y, por ello, lo único que siguen ofreciendo, como alternativa cultural, es el retorno a su “tiempo recobrado”.

Muchos escritores e intelectuales aceptan de buen modo y hasta con entusiasmo casi infantil el avión, el iPad, el smartphone, el Twitter y demás maravillas tecnológicas, pero en cuestión de cultura siguen anclados en un centro canónico casi religioso, sin comprender que todas esas maravillas forman parte de una nueva realidad que también engendra otro tipo de personas y, en cuestión de cultura, otro tipo de lectores.
Si no lo aceptan, peor para ellos, pero los nuevos lectores o consumidores de tecnología no están ansiosos de encender la pantalla para leer la Ilíada, la Eneida o el Quijote. Bellow tenía razón: no podemos aspirar a mejorar las cosas si no somos capaces siquiera de revisar nuestras actitudes y ortodoxias y dejar de huir de esa realidad que negamos simplemente porque no nos gusta.

La mayor parte de los escritores mexicanos muestra alarma por el hecho de que los mexicanos lean mal, escriban mal, comprendan mal y sean poco menos que unos bárbaros alfabetizados. ¡Así lo dicen cuando están ofuscados! Pero estos escritores creen que todo radica en que la gente opta por lo peor en vez de elegir lo mejor. Es decir, creen de veras que la gente tiene opciones, y que entre estas opciones elige siempre las peores.

Comprender es saber relacionar causas y consecuencias. Y muchos no comprenden muy bien. Dicen que los mexicanos leen mal, escriben mal, piensan mal, comprenden mal, etcétera, pero no dicen que estos mismos mexicanos viven mal, duermen mal, comen mal, beben mal, estudian mal, trabajan mal, etcétera, y, por si ello no bastara, son fruto de un sistema educativo que no está dispuesto a cambiar sus métodos y a adaptarse a una nueva realidad.

La mayor parte de los escritores y los intelectuales cree de veras que basta con los discursos bienintencionados de los políticos, con los lemas favorables a la lectura, con los spots edificantes y con los consejos de los propios escritores e intelectuales para que las cosas cambien y nos transformemos en “un país de lectores”. Sobre todo, si los televidentes ven, escuchan y leen a los escritores e intelectuales que ―¡desde la tele!― aconsejan apagar la tele y leer un libro, es decir encender la inteligencia y echar a volar la imaginación en vez de entontecerse frente a la tele.

En un país de mentiras (como lo ha denominado Sara Sefchovich), ¿hay alguien que crea de veras que a la televisión mexicana le interesan los lectores? Le interesan los televidentes, y es obvio que quienes tienen podrido el seso por la lectura, no son muy televidentes que se diga. No olvidemos el chiste de Groucho Marx: “La televisión me parece muy educativa. Cada vez que alguien la enciende, me retiro a otra habitación y leo un libro”.

La mayor parte de los escritores que habla sobre lectura ha leído a muchos escritores literarios, pero no así a los pedagogos, psicólogos, sociólogos y filósofos de la educación. Por ello, son muchos los que no saben que el “problema de la lectura” es un problema educativo y no volitivo.

En general, las personas han sido moldeadas en el arraigo de ideas definitivas y, por ello, pertenecen a una educación en la que la lectura de libros sólo tiene un propósito utilitario o instrumental, para arraigar más las ideas, pero no un sentido liberador ni favorecedor de la independencia de criterio.

Aunque los oficios de “lector” y “escritor” estén muy lejos de ser ambiciones aspiracionales, la mayor parte de los escritores cree, inexplicablemente, en una utopía arcaica que, todas las veces, pretende ser moderna: la de que todo el mundo puede ser lector y escritor canónico. Es curioso que así lo crean, y ello revela que aunque se tomen muy en serio a sí mismos, no toman muy en serio lo que hacen, porque no se conocen.

Esta utopía arcaica no la comparten, por cierto, pintores, músicos, escultores, bailarines, actores y ni siquiera los futbolistas ni los boxeadores. Éstos saben que todo el mundo puede pintar, que todo el mundo puede gustar de la música, que todo el mundo puede gustar de la escultura, el baile, la actuación, el futbol y el boxeo, pero también saben, y de ello están seguros, que no todo el mundo puede ser pintor, músico, escultor, bailarín, actor, futbolista o boxeador.

Un pensamiento cuerdo y centrado de los escritores tendría que llegar a la misma conclusión respecto de la escritura y la lectura: todo el mundo puede escribir y leer (y, en general, de hecho, casi todo el mundo lo hace), pero no todo el mundo puede ser escritor canónico ni lector ávido de los clásicos. En este mundo hay tantos intereses como personas hay, y muchos de los intereses de las personas están muy lejos de la escritura y la lectura canónicas. (Hay excelentes lectores anticanónicos.)

Cuando se habla del libro y la lectura y nos quedamos tan sólo con los mitos amables y aun confortables de los que habla Russell, hemos comprendido muy poco en realidad. Leer o no leer no depende únicamente de un acto de voluntad, sino también de la realidad que unas veces favorece la lectura y otras tantas conspira contra ella.

En este punto recordamos la breve y diáfana definición de inteligencia de Xavier Zubiri: “Ser inteligente no es más que saber estar en la realidad y comprenderla”. Mientras no comprendamos las circunstancias en las que se da o se deja de dar la lectura, nuestro discurso al respecto sólo será un ideal teórico y retórico: ese ideal de que todo el mundo lea los mejores libros de la universalidad, independientemente de las condiciones en las que viven (y muchas veces padecen) las personas. Pero, además, la lectura del siglo xxi no es la lectura del siglo xviii o la del XIX y ni siquiera la del XX; menos aún la lectura del XVI, ese mojigato anacronismo modélico con el que se sigue aterrorizando y ahuyentando a los posibles lectores.

La escuela y, en general, las instituciones se han desentendido de la realidad para proponer ideales forjados en el humo del pretérito. El saber es importante, pero, para todo el mundo, es más importante la supervivencia. Los libros son extraordinarios, pero no hay nada más extraordinario que la vida. Dotemos a esta vida de las circunstancias menos precarias y de un ambiente más favorable, y entonces los libros y el saber podrán ocupar el sitio que hasta hoy se les ha negado en el universo vital de las personas; pero además dentro de una actualidad vital que tarde o temprano les revelará sus raíces.

La gente puede pasársela muy bien o muy mal sin Shakespeare, sin Homero, sin Platón. Pero la gente que se la pasa muy bien con ellos, y tiene conciencia de esta circunstancia, ha de aprender a relativizar las cosas, revitalizándolas; no ahogándolas en el lamento nostálgico. Y, al final, si consigue saber que la vida sabe mejor con Shakespeare, Homero, Stendhal y los demás, que sepa también que ello es porque tuvo una oportunidad, o muchas, que otras personas no han tenido, por diversas circunstancias, en una determinada realidad.

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JUAN DOMINGO ARGÜELLES (Quintana Roo, 1958) es poeta, ensayista, crítico literario y editor. Hizo estudios de Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Ha publicado el volumen de ensayos El vértigo de la dicha: Diez poetas mexicanos del siglo XX. En 2004 reunió su obra poética de dos décadas en el volumen Todas las aguas del relámpago (UNAM) y en 2009 la Editorial Renacimiento, de Sevilla, le publicó una antología general de 25 años de escritura poética, con el título La travesía. Es autor también de varios libros sobre el tema de la lectura, como Escribir y leer con los niños, los adolescentes y los jóvenes (Océano, 2011) y Estás leyendo… ¿Y no lees? (Ediciones B, 2011). Entre otros reconocimientos ha recibido el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta, el Premio de Ensayo Ramón López Velarde, el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen y el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes.