EL GATO NEGRO

El gato negro
Edgar Allan Poe (Estados Unidos, 19 de enero de 1809- 7 de octubre de 1849)

Traducción de Julio Cortázar




Archivo:Aubrey Beardsley - Edgar Poe 2.jpgNo espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen delpatíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

DE TI CADUCO

DE TI CADUCO

Pablo M. Antúnez


de ti caduco en las mañanas  
cuando los ayeres de tu vientre me matan a escondidas
mi decrépito caminar
                                me obliga a despertar junto a tus ojos
entonces
a orillas olvido tu bejuco agusanado
y entierro tu cielo en mis hombros rotos.


Del libro “El Amor es Una Bestia sin huesos”, Instituto de Cultura de Durango, México, 2008

DOS POEMAS DE GABRIELA CANTÚ

Arte, literatura y algo comparte a sus lectores dos poemas de la poeta Gabriela Cantú (Monterrey, México)


Primer tempo





I

Una lámpara prende, apaga
me quita las ganas de seguir
de rondar las esquinas de ese cuarto rosado.
Noche que me entra.
Oscuro cuerpo que no cabe en los límites del ojo.
Busco el momento
y pienso:
                   todo luz o todo sombra.
Cómo no pensarlo
después de tantos años
vistiendo las bragas rojas
las ojeras, los corchos en el cenicero
después de sangrar las sábanas
de estrellar el auto
de los higos y la advertencia.
Terminar antes de que empiece
mucho antes del encendido
de que las palomillas viajen hacia la luz
y las barcas, encendidas

provoquen esa comezón que no deja dormir.
Terminar, antes de que se eleve el puente
para el desfile de las princesas.
Acabar con él
antes siquiera de que surja la idea
que vientre y semen...
Agotarlo para que no nos agote.
Situarlo en donde el agua apenas lo roce
y sea sólo un instante
y no la caída hasta el fondo
donde el octópodo no tiene piedad

y aprieta el cuerpo
y por la boca asoman las entrañas.
Alejarse del agua
porque furiosas, sus manos oxidan
y de pronto

no podemos mover el brazo
el hombro, el cuello

y vamos andando caballitos marinos
un tanto rígidos y delgados.
Alejarse,
para no estar con las otras
que de soñar

no se cansan.
Pero te atrapa, y te huelen las axilas
y tu ropa está húmeda
y te resistes
deslizándote en la playa.
Alcanzas a ver que el puente se levanta
y, ya ves, el desfile comienza.

(De El filo de la playa).

El abejorro
llegas con el hígado en los ojos
con el rancio sabor
de un tren que pasa de madrugada
revoloteando las camas
de los que intentan morir
la noche
una mujer a quien le cortan los pies
tus dedos suben y bajan
por los espejos
los muebles
las costillas
la nariz
clavamos tu sombra
en las esquinas de la casa
bajo las patas de elefante del jardín
ayer volamos las cenizas de un abejorro
hemos estado planeando tu funeral
ellos insisten en que la caja
esté forrada de almejas
¿dime tú qué piensas?


(De El efecto)




Gabriela Cantú Westendarp nació en Monterrey, Nuevo León (México). Es licenciada en Estudios Internacionales por la Universidad de Monterrey. Se ha desempeñado como periodista y conductora de noticias para canales de televisión locales y nacionales. Ha ejercido la docencia en el área de literatura y lengua inglesa. Fue becaria del Centro de Escritores de Nuevo León, generación 2006. Tiene dos libros publicados: El efecto (Conarte, 2006) y El filo de la playa (Mantis, 2007).

CAZADOR DE SILENCIOS

En esta ocasión, Arte, literatura y algo más, presenta a un poeta nato, cuya actividad principal es la enseñanza académica en una Universidad, sin embargo en sus versos hay poesía.





CAZADOR DE SILENCIOS

Serafín Jacobo López Garrido





Espiral de encuentros
como humo juego del viento
en el silencio se entretejen,
ojos canales de llanto
velas sin luz refugios de los muertos
dolor remachado en tu vida soy,
senda de tus huellas que vigilan el mar
donde descansa el sol
            _  mi primer hogar distante_.


Reloj de la conciencia en ruinas
en la oscuridad los sueños arden
ansiedad entreabierta a la locura

          _ ¡Vida indigente me dueles!_

Intento estirar la risa calle a calle
en rincones habitados
por almas moribundas
y nada logro conseguir.





SERAFÍN JACOBO LÓPEZ GARRIDO
Especialidad: Nutrición de Rumiantes, área, Microbiología del rumen.
 Profesor-investigador de la Universidad del Mar, Campus Puerto Escondido.




Muchas veces el talento es un don, y en el caso de la poesía, es un don muy especial. En alguna ocasión, alguien decía: La poesía no baila con cualquiera. Yo creo que eso es verdad.

Últimamente he visto a personas que se esfuerzan demasiado por hacer poesía, leen, critican, hacen berrinches, se revuelcan en el piso, se miran de reojo unos a otros  luego escriben algunos poemas, después maúllan, se auto alagan y creen que han reemplazado a Neruda, a Paz, a Rimbaud Etc.

He visto cómo se cruzan de brazos y dicen como Dios: Soy un poeta.


Cuando en su vida jamás han sentido el recorrer de la tibia musa en sus venas.
}
México D.F. Abril de 2011

J- L.

El entierro de los muertos de T. S. Eliot


del libro
LA TIERRA BALDÍA (1922)



T.S. Eliot

(Missouri, USA, 1888-Londes, 1965)








I. EL ENTIERRO DE LOS MUERTOS

[Cita, en latín y griego]
Para Ezra Pound
il miglior fabbro


Abril, el más cruel entre los meses,
Hace que nazcan lilas en la tierra muerta,
Mezcla recuerdos y deseos, sacude
Raíces perezosas con lluvias vemales.
El invierno nos puso los abrigos, cubriendo
La tierra de olvidada nieve, alimentando
Una mezquina vida con inertes tubérculos.
Nos sorprendió el verano, soltándose sobre el Stambergersee
Con un chubasco; hicimos alto en la columnata
Y cruzamos después el Hofgarten, bañados por el sol.
Y tomamos café y platicamos una hora.
Bin gar keine Russin, stamm' aus Litauen, echt deutsch.
Y de niños, de paso por la casa de mi primo el archiduque,
Él me sacó en trineo.
Yo tenía miedo. Me dijo: Marie,
Marie, cógete bien. Y nos deslizamos cuesta abajo.
En las montañas, allá sí que nos sentimos libres.
Leo casi la noche entera y en el invierno parto hacia el sur.

¿Cuáles son las raíces que prenden, qué ramas
Brotan de este cascajo? Hijo de hombre,
Tú no puedes decirlo, ni imaginarlo, pues sólo conoces
Un cúmulo de imágenes donde reverbera el sol.
El árbol seco no cobija, el grillo canta monocorde,
La estéril piedra no mana agua. Sólo
Hay sombra bajo esta roca roja.
(Ven a la sombra de esta roca roja),
Voy a enseñarte algo diferente
De tu sombra que marcha a largos pasos contigo en la mañana,
0 de tu sombra, irguiéndose al ocaso para ir a tu encuentro;
Voy a enseñarte lo que es el miedo en un puñado de polvo.
Frisch weht der Wind
Der Heimat zu
Mein lrisch Kind,
Wo weilest du?
“Me diste los primeros jacintos hace un año;
“Me llamaban la niña de los jacintos.”
-Pero cuando volvimos, ya tarde, del jardín de los jacintos,
Tus brazos tan cargados, tu cabello tan húmedo, no pude
Hablar, y se apagaron mis ojos, no estaba
Vivo ni muerto, no sabía nada
Mientras veía el corazón de la luz, el silencio.
Oed' und leer das Meer.

      Madame Sosostris, famosa clarividente,
Pescó un resfriado, sin embargo.
Se le considera la mujer más sabia de Europa
Con un vicioso mazo de naipes. Aquí, dijo ella,
Está su carta, el Marinero fenicio que murió ahogado.
(Estas perlas fueron sus ojos. ¡Fíjese!)
Aquí está Belladonna, la Dama de las Rocas,
La dama de los sinos.
Aquí está el hombre de los tres bastos, y luego la Rueda,
Aquí el mercader tuerto, y esta carta en blanco
Es algo que lleva a cuestas
Y no puedo mirarlo. No encuentro
Al Colgado. Tema la muerte por agua.
Veo una muchedumbre formando corro.
Gracias. Si ve usted a la estimadísima señora Equitone,
Dígale que yo misma le llevaré el horóscopo:
Hay que ser tan precavida en estos días.

      Ciudad irreal,
Bajo la parda niebla de una alborada de invierno,
Tal multitud cruzaba por el Puente de Londres,
Que nunca hubiera yo creído que fueran tantos los que la muerte se llevara.
A veces emitían breves suspiros,
Cada quien con la vista clavada delante de sus pies.
Cuesta arriba, luego calle King William abajo,
Hacia donde Saint Mary Woolnoth santifica las horas
Con un sonido al final de la novena campanada.
Allí vi a un conocido, y lo detuve gritándole: “iStetson!”
¡Tú, que estabas conmigo en los barcos de Mylae!
¿Aquel cadáver que plantaste el año pasado en tu jardín,
Ha comenzado a retoñar? ¿Florecerá este año?
¿O la inesperada escarcha remueve su arriate?
Oh, aparta de allí al perro, que es amigo de los hombres,
Pues si no, ¡lo desenterrará de nuevo con sus uñas!
¡Tú, hypocryte lecteur! -mon sembable- mon frère!”



 (Versión de José Luis Rivas)

VIDEOS DEL CONCIERTO DE CAIFANES, VIVE LATINO 2011


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Comparte a sus lectores los videos del concierto de CAIFANES 
VIVE LATINO 2011 

Conciertos en septiembre y octubre  de 2011 buscar fechas en este mismo blog


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*Actualizada Abril/10/2011
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Arte, literatura y algo más. 9 de Abril de 2011

Todo listo para la presentación de los Caifanes  en los escenarios del Foro Sol de la ciudad de México.

 Saúl Hernández, Alfonso André, Diego Herrera, Sabo Romo y Alejandro Marcovich interpretarán durante 70 minutos sus legendario temas en el Festival Iberoamericano de Cultura Vive Latino,  hoy 9 de Abril.

Entre las principales actuaciones se espera  para el viernes 11,  se presenten Jane´s  Addiction y Chary García. El sábado Caifanes 9,   y Enanitos Verdes, y el domingo 10,  The Chemical Brothers, The Nacional y Babasonicos.


* Próximamente: Videos del concierto del 2011 aquí en Arte, literatura y algo más 
CAIFANES

Alfonso André ( batería y percusiones)

Sabo Romo (bajo y guitarra acústica)

  
Alejandro Marcovich (Guitarra)


 Saúl Hernández (voz y guitarra)
Diego Herrera (teclados, saxofón y jarana)

Diego Herrera emocionado

DIEGO HERRERA EL SENTIMIENTO DE UN CAIFAN

Fuente: Revolución Jaguar

                                                         Dar clik en la imagen para leer la entrevista



Caifanes, el "epicentro" de una edición memorable del Vive Latino

Por Claudia Altamirano, William Turner, Juan Pablo Mayorga y Jorge Gómez




Fuente: CNN México



CIUDAD DE MÉXICO (CNNMéxico) — Ni el calor, ni la reventa, ni las molestias por compartir el espacio con más de 70,000 personas impidieron a los asistentes al Vive Latino 2011 disfrutar de una de las ediciones más memorables, si no es que la más, de este festival de cultura musical iberoamericana.
Animados por el esperado regreso de la banda mexicana Caifanes, artistas y público disfrutaron desde las primeras horas de presentaciones que en otro momento hubieran sido estelares, pero que este sábado sólo sirvieron como entremeces para un final apoteósico.
El escenario Vive Latino, el principal de los cuatro, se "incendió" poco después del medio día con los acordes frenéticos de los Rebel Cats, una banda mexicana de rockabilly que envolvió a los asistentes en una estética de crinolinas, ropa de piel y peinados engominados justo cuando el sol caía con mayor aplomo. A partir de ahí, los asistentes no se volvieron a sentar.
Siguieron en el mismo escenario Lieber Teran, Enjambre, San Pascualito Rey, La Gusana Ciega, Los Pericos, Jarabe de Palo, Los Bunkers y Los Enanitos Verdes. Una programación in crescendo que pasó, literalmente, de las risas a las lágrimas de júbilo cuando cerró Caifanes.
En otros escenarios más pequeños, Natalia Lafourcade, Ansia y La Nana Pancha compartieron la buena disposición del público a escuchar y lo que Pau Donés, vocalista de Jarabe de Palo, describió como el"compromiso" de compartir espacio en el reencuentro más esperado del rock mexicano.
La buena vibra por la presentación de Caifanes se acompañó denostalgia por la muerte de dos pilares de la música nacional: Rita Guerrero, ex vocalista de Santa Sabina, y el jazzista y compositor Eugenio Toussaint, además de constantes mensajes de apoyo al músico argentino Gustavo Cerati, quien se recupera de un accidente vascular cerebral.
La undécima edición del festival también trascendió la música y se nutrió de peticiones enérgicas por la paz y la violencia en México. Un rumor constante que se convirtió en estruendo cuando Saúl Hernández, vocalista de Caifanes, reiteró la petición a Felipe Calderón.
“Señor presidente, queremos aprovechar que estamos ante tanta gente para pedirle justicia para nuestros muertos, que así como se movió todo su poder en resolver la muerte de un par de agentes americanos, que también se mueva todo su poder para resolver la muerte de tantas mujeres asesinadas. Señor presidente, pedimos justicia y al mismo tiempo pedimos paz para los mexicanos”, dijo Hernández ante sus seguidores, quienes agradecieron la petición en su nombre con gritos y aplausos.
Caifanes: el plato fuerte
El festival Vive Latino no suele registrar una asistencia como la del sábado. El estacionamiento y todos los alrededores del Foro Sol nunca habían estado tan saturados de autos, según los elementos de seguridad. La explanada difícilmente se llena en su totalidad y por la noche, los asistentes se apilaron hasta la zona de comercio, debajo de las gradas. El regreso más esperado del rock mexicano rompió las marcas del festival y de su sede: Caifanes estaba de vuelta.
La banda no prolongó la espera, y poco después de las 22:30 apareció en el escenario. Un poco alegre Diego Herrera entró directo a tomar los teclados, seguido del bajista Sabo Romo, el baterista Alfonso André y finalmente, los dos integrantes que propiciaron el rompimiento; los dos músicos que se creyó, nunca volverían a pisar un escenario juntos: Alejandro Marcovich y Saúl Hernández.
Pero la expectativa de los cerca de 70 mil fanáticos y curiosos que llenaron el Foro Sol no se vio reflejada en el escenario: entre Saúl y Alejandro no se percibía ya un conflicto, pero tampoco un solo atisbo de armonía, así como entre el resto de la banda. Cada uno parecía estar haciendo un performance individual; sólo por momentos se acercaban y tocaban juntos, pero apenas sonreían, desapasionados, como si no fuera la primera vez que compartían escenario en 17 años.
¿Será por eso que las palabras de Saúl -considerado en los noventas como un tótem del rock mexicano y la figura más representativa del género-, fueron frías y breves? El cantante agradeció que el público no hubiera quitado el dedo del renglón durante más de tres lustros: de rodillas, expresó “Caifanes está a sus pies”.
Los fanáticos corearon lo que hubiera sido su deseo en los años noventa, ‘tiempo, detente muchos años’; para que Caifanes no se separara, para que la magia no se perdiera, para que los años no pasaran, dejando sus obvios efectos en estos músicos, que más que la juventud, parecían haber perdido la pasión.
Sólo Alejandro dejaba ver que él también hubiera querido que no pasara el tiempo: vestido con un pantalón rojo y botas negras, como hace 15 años, demostró que los años sólo han hecho mella sobre su cabellera, dejando intacto su talento. Marcovich sigue siendo Marcovich.
Viento le siguió otra canción del mismo álbum, el primero de la banda como Caifanes, luego de que abandonaran el nombre de ‘Las insólitas imágenes de Aurora’: Mátenme porque me muero.
Los dioses ocultos aparentemente no eran los Caifanes sino los fanáticos: el concierto estuvo prácticamente hecho por ellos, que con su canto suplieron las –por todos conocidas- deficiencias de la voz de Saúl, quien constantemente dirigía el micrófono hacia el público para que ellos cantaran.
Lejos quedaron los tiempos en que un concierto de Caifanes era un ritual: los escenarios del Palacio de los Deportes y Rockotitlán se quedaron impregnados de una energía mística, de los constantes homenajes que la banda hacía a la cultura indígena, y sí, de humo de marihuana, que se mezclaba con el del copal que consumía en el escenario.
Lejos quedaron los tiempos en que Saúl le suplicaba a la Piedra que lo dejara, porque él no podía dejarla.
Ese tiempo que compartieron con otras grandes bandas como Santa Sabina, a cuya vocalista, Rita Guerrero, dedicaron ‘Ayer me dijo un ave’, in memoriam. Otra parte de la dedicatoria fue dirigida también a Eugenio Toussaint, cuñado del baterista Alfonso André.
Aquí no es asíMiedo y Afuera, del álbum ‘El nervio del volcán’, se escuchaban mientras muchos asistentes, de los que habían esperado horas de pie frente al escenario, apartando su lugar en primera fila, se retiraban. Parece que el desgano de la banda es algo que sólo los fanáticos, y no los curiosos, pudieron soportar.
Sólo un beso de Saúl en la mejilla de Sabo, algunos acercamientos de Alejandro con Saúl –que no siempre eran correspondidos- y con Alfonso, dejaban asomarse la química efervescente que hace 20 años hubo entre los miembros de Caifanes. Nos vamos juntos, haciendo viejos, algunos sueños, toda la piel
Sabo Romo recordó que este 11 de abril se conmemora una de las efemérides más importantes para el grupo: 24 años de su primera presentación en Rockotitlán, que fuera uno de los foros más importantes para el rock en México, en la década de 1980.
Caifanes se despidió con los clásicos No dejes queLa célula que explota y le regalaron al público La negra Tomasa, canción que, antes de separarse, no solían tocar en vivo, pese a ser de las favoritas.
No prometieron volver, ni tampoco dijeron ‘adiós’: sólo hicieron una reverencia abrazados, y se fueron juntos.
Honor a quien honor merece
Aunque Caifanes era la banda más esperada del sábado, el festival Vive Latino también albergó a otros grandes grupos, que por su distancia con el público, el festival o el tiempo, contribuyeron a la melancolía y a la sensación de reencuetro con los asistentes.
Natalia Lafourcade compartió la expectación por el regreso de Saúl, Sabo, Alfonso, Alejandro y Diego y se mostró alegre por el buen recibimiento que tuvo tras siete años de estar apartada del festival. “Tengo que celebrar que esta noche la gente me recibió con mucho cariño, porque hace siete años fue muy rudo. Eso lo voy a celebrar esta noche con Caifanes”.
La veterana agrupación argentina Enanitos Verdes, que antecedió el recital de Caifanes, interpretó algunas de sus canciones insignia para el rock latinoamericano, que los hicieran famosos en otras décadas. Marciano Cantero, líder de la banda, presentó con un grito a la banda mexicana y sembró la euforia entre el público.
El locutor y cineasta Olallo Rubio explicó a CNNMéxico que la trascendencia del evento cayó en el reencuentro de dos genialidades de la música nacional: Saúl Hernández y Alejandro Marcovich. “Lo que le faltó a Jaguares, lo tenía Marcovich, esa ecuación artística interesante”, dijo.