RESEÑA DE LA FIESTA DEL CÍNICO INICIA A LAS DIEZ




La Fiesta del Cínico Inicia a las diez

 

|Arte, Literatura y algo más|
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La Fiesta del Cínico Inicia a las diez


  |Pablo Antúnez
 
 

 

Si por esos días hubiera jurado no revolcarme con una narizona, juro que habría cambiado de asiento, de ciudad, de mundo, en el instante mismo en que Daniela Garza apareció donde yo hojeaba el cómic intitulado “Hom” de Carlos Giménez. Lo cierto es que no había realizado ninguna clase de juramento ni Daniela Garza traía una nariz de pinocho. Además, de su boca brotaba una larguísima carcajada mientras pisaba los últimos escalones de mármol y sus pechos superaban las dos desviaciones típicas de la media poblacional, aunque dicha apreciación podría atribuirse a su calzado, su sostén o al corte de su blusa.

En cualquier caso, mi alma se habría colmado de piedad ante sus ojos inquietos y su voz disonante que trazaba una atmósfera de alegres desafíos. Después de todo, ¿quién sino ella? ¿Quién, sino Daniela Garza con sus senos apuntando al centro de la vía láctea para perder la cordura en una sala de espera de un instituto de investigación? Más aún, en la sala había unos cómodos sillones forrados con vinilo imitación piel de color marrón. Daniela Garza caminó teatralmente de un sitio a otro mientras canturreaba la canción Bohemian Rhapsody con su voz horriblemente desafinada y, supongo habría continuado si no la interrumpo al notificarle que no cargaba preservativo. Yo sí, tronó Daniela Garza.

Seamos honestos, un caballero planea una hermosa conversación previo a cualquier encuentro casual, desde el sutil saludo inicial hasta pronunciar las palabras precisas de la alta caballerosidad; sin embargo, los sucesos no siempre se ajustan a esos formatos un tanto rigurosos; el lector intuye: a veces son preferibles los atajos sencillos cuando el azar dispone las cosas en momentos y sitios inesperados.

Nos pusimos de pie para luego cruzar el pasillo principal; giramos a la derecha, hacia los tableros de anuncios donde Daniela Garza había colocado una foto suya con 35 grados de inclinación. La había colocado para indicarme que esa tarde quería verme en su cubículo. Pasamos cerca de una fuente en miniatura, iluminada por unos focos pequeños, donde tres delfines de yeso torcían simpáticamente sus cabezas. Daniela Garza se colgó de mi brazo y muy contentos recorrimos las escaleras del segundo piso. Detrás de la puerta diez, encontramos el amparo de unas hojas recicladas con rayas rojas. ¿No son exámenes de tus alumnos? Le dije. Sí, pero no importa, son de los que ni a clase vienen, respondió Daniela Garza y arrojó las hojas al techo, dejándolas caer acrobáticamente aquí y allá a lo ancho de su oficina. Se hubiera dicho que sus ademanes se precipitaron efusivamente, hasta el punto de confundir sus dedos con los míos. Al percatarme de que no podía desabrochar el sostén, de inmediato me ofrecí a ayudarla, como un varón bien nacido. No me explico cómo a los diseñadores de sostenes les dio por colocar los broches debajo de las copas. Los miserables no previeron lo poco práctico que resulta manejarlos en situaciones donde el tiempo es vital; las cosas cambian cuando los broches están en la espalda, basta seguir el borde de una de las tiras con el dedo índice, juntar un poco los extremos y los ganchos se liberan de inmediato. ¡Qué falta de visión, por Dios! Me quejé mientras prensaba con mis dientes el cálido lóbulo de su oreja. Daniela Garza gruñó y ante la evidente falta de un instructivo para revolcarse con una mujer de ojos alegres en un instituto de investigación, mi cosa ruda, totalmente encabritada, se introdujo primero en su boca como si no existiera otro sitio a dónde introducirse. El rodar metálico de una moneda de cinco pesos, salida de sus jeans, fue el soundtrack inicial de la fiesta, por cierto, arropado por el todo orquestal de los gruñidos de Daniela y el chasquido suave pero creciente del escritorio castaño rojizo, en el cual Daniela Garza extendió sus blanquísimos brazos de lado a lado. Se diría que la oficina diez, el piso tres, la tarde, el mundo nos pertenecía en ese momento. Daniela Garza estaba feliz. Yo también. 

Las cortinas no cubrían el cuadro completo de la ventana; a través de unos ramales de araucaria vi acercarse unas siluetas al edificio E12. Alguien viene, le advertí a Daniela Garza. Debe ser mi tesista, respondió con su voz electrizante. Creo que son dos, aclaré las cosas; pero en lugar de neutralizar su fuego, rodeó mi cuello y en un ímpetu de soez entusiasmo, rodamos sobre el escritorio castaño rojizo al tiempo que un barullo de sinsentidos se arremolinaba en nosotros. De pronto vi oscilar su piel, su boca, su tacto y, sus sentidos le fallaron de golpe. Los gemidos de Daniela Garza se precipitaron terriblemente. Casi aullaba, manoseó a diestra y siniestra como poseída. ¡Qué ganas de callarla!, de taparle la boca, la nariz, las orejas; todo. Por suerte, poco a poco perdió fuerza hasta sucumbir feliz, dichosa, con los ojos muy abiertos. A manera de hallazgo académico, debo apuntar que las voces de los intrusos se vuelven inaudibles en un centro de investigación cuando las extremidades de una mujer de ojos alegres bambolean por los aires.

 

¿Y si nos escucharon?, me dijo Daniela Garza. ¡Nos van a correr! Le dije sin decirlo. Sería mi culpa, mi gran de culpa. Pensé. Pero permanecimos bellamente engarzados como dos bestias sobre el escritorio y desde allá escuchamos los taconeos hacia la puerta diez.

Cierto, escondimos nuestros corazones en un abrazo suave porque temimos ser juzgados por la gente. Los visitantes se pararon en la puerta diez y allí permanecieron durante un par de minutos musitando sin atreverse a tocar. Después, cuando las voces se habían ido, cuando ningún impertinente nos acechaba, jalé su arete azul y lo guardé en mi abrigo, salí del cubículo diez y desde los labios sonrientes de Daniela Garza se estalló un «muak» con tal avidez que la «u» se transformó en una «o» en mis oídos.

El sol iniciaba apenas su descenso por encima de los árboles que crujían con el viento. Un par de colibríes revoloteaban frente a un tulipán y las araucarias plantadas en la entrada del edificio E12 hacían un paisaje amigable. De verdad mi nuevo lugar de trabajo es hermoso, pensé.

 

 
 
 

 

 

 

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