Marcela Atrapamoscas

|Arte, Literatura y algo más|
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  MARCELA ATRAPAMOSCAS

|Pablo Antúnez


 En efecto, el día que Marcela se fue de la casa me puse triste, pero con el tiempo lo superé. Me hice cargo de su maceta. El día que la trajo la sostenía en sus brazos. Me dijo: es una planta especial, me la trajo mi tía desde Carolina del Sur.

Era una planta hermosa. En sus rosetas visiblemente sanas y turgentes percibí una llamarada turbia de encantamiento. Me asombraron sus diminutos pelos sensitivos y la activación de sus trampas al caer un insecto entre sus estructuras abisagradas.
Las varias bocas grandes y coloradas de la planta no pasaron desapercibidas para mis sentidos; unas hileras de verdes dientes se asomaban como una tímida amenaza vegetal. No era fácil cuidarla; exigía el aburrimiento de la repetición que siempre adquiere el color del óxido. Regarla siete veces al día resultaba agotador.

Era normal su corto periodo de dormancia, permanecer inactiva, sin abrir sus hojas ni atrapar insectos, ni nada. A veces este periodo se prolongaba y pronto descubrí que con pequeños picazones en sus lóbulos abisagrados la mantenía activa. Desde un inicio sentí el fluir punzante de su savia al impulso interno de mi sangre.  Todas las mañanas, con puntualidad enfermiza la colocaba en la ventana para favorecer el crecimiento de sus hojas planas, en cuya parte terminal colgaban sus lóbulos abisagrados. Cuando los rayos del sol la empezaban a quemar, me advertía con el oscilar ligero de sus hojas y enseguida la colocaba en un sitio donde la temperatura era más amigable.

Nunca le hablé hasta aquella mañana de junio al cerrar su trampa apretando con violencia mi dedo meñique, cuando palpaba el envés de una de sus hojas. La planta liberó mi dedo al advertirle que le rociaría agua salada. Entonces, le hablaba a menudo, le contaba de Marcela, de lo linda que se veía leyéndome poemas; a veces le platiqué de cosas absurdas: mi deseo de aniquilar a todos los poetas por su incuestionable inutilidad en una sociedad; mi deseo de ver entrar a Marcela por la puerta y de puntillas; de mis ganas de partirme en diez en brazos de Marcela justo a la mitad del opus dieciocho de Chopin. Incluso a veces le leí cuentos, pero jamás poemas. La planta nunca toleró los poemas. Una vez lo hice y paró sus pelos en posición de ataque. Desde entonces, nunca más le recité ni los más simples versos.
Me compré una enciclopedia para estudiar su morfología y su ciclo biológico: un lóbulo lo cierra hasta tres veces en toda su vida, en ocasiones sólo una o dos si atrapa presas venenosas, en particular las hormigas rojas. Por eso nunca la dejé sola mientras tomaba oxígeno en las mañanas.

Un domingo de julio, durante el desayuno, la planta me pidió una larva con características especiales. Tengo rato sin probarlo, me dijo.
Me tomó dos horas con quince minutos encontrar el insecto.
Al colocar la presa en la trampa, con un fugaz movimiento, afianzó al bicho con sus bordes peludos. Pensé en lo sofisticado de sus impulsos eléctricos.

Las pequeñas gotas de enzimas en sus bocas coloradas revelaron su estado de satisfacción. Era feliz. Casi sonreía.
Semanas después me pidió otro bicho de la misma especie. No tuve remedio.

Esta vez no fue diferente, se lo comió rápido; casi se lo tragó sin procesarlo. Para entonces era común escuchar sus gritos agudos solicitando comida o reubicación. Llegó el invierno y, era de noche, al disponerme a dormir, escuché su vocecilla chillona… Era inconfundible.

—¡Hace demasiado frío! ¡Tápame o me congelaré! Se expresó de forma altanera.
Me levanté y la coloqué en el guardarropa que antes usó Marcela. Para darle calor, coloqué a su alrededor algunas prendas de Marcela.
Al amanecer ordenó que la llevara de inmediato a la ventana para tomar aire, también me pidió su comida favorita. Lo hice y aunque no me lo dijo, era mi obligación obedecer sus órdenes.
Me sentí sometido. No me di cuenta desde cuándo, pero era evidente su control sobre mi persona. Aquella mañana probé levantar el ánimo escuchando una pieza de Bach desde mi ordenador, pero ella ordenó quitar mi música. No quería ruido, así me lo hizo saber.

Casi me sentí estúpido y me dieron ganas de empujarla de la ventana. En cuestión de minutos se iba a marchitar y en un par de horas iba a estar disecada y sin vida, pero no lo hice; la pobre no llegó sola a mi casa. Alguien la metió en una maceta, lejos de su hábitat natural. Recapacité.
No tardó mucho en pedirme su larva favorita cada tercer día y el doble de cantidad de agua porque sus órganos habían crecido de forma inusual. Cada vez era más exigente, más grosera y sus órdenes debían cumplirse de inmediato.
Un día me pidió muchas cosas sin la oportunidad de un descanso. Me sentí agotado al final del día. Casi tuve ganas de desmayar; en cambio, la planta parecía tener más energía. Al anochecer, todavía solicitó más prendas de Marcela para cubrirse del frío. Lo hice a duras penas y, por estar al pendiente de ella, no había comido nada además del insecto que de forma casual se introdujo en mi boca antes de cubrirme con abundantes cobertores. Caí en un profundo estado de letargo y he despertado. Al bostezar siento el revolotear de un mosquito en mi boca y unas ganas imperiosas de cerrar mi boca de golpe. ¡Momento!, no es una: al hablar, he notado que ya tengo varias bocas.