METAMORFOSIS (CUENTO)

 A continuación compartimos con agrado un cuento de Vicente Vázquez un ciberescritor que comparte sus escritos por internet.

 [publicado por el peródico El Heraldo de Chiapas, México]


METAMORFOSIS
 Vicente Vázquez


Hermes, quien había tenido un día satisfactorio y lleno de exitosos logros, llegó a su casa sintiéndose realizado. Cenó y luego se fue a dormir con una sonrisa atrapada entre sus labios.

A la mañana del día siguiente, aún en su lecho, empezó a sentirse incómodo, abrió los ojos para ver qué era lo que le molestaba y grande fue su sorpresa, al darse cuenta que ahora no cabía en la cama. Durante la noche había crecido. Medía cuatro metros de estatura y luego comprobó que, como por arte de magia, toda su ropa se adaptaba a su nuevo tamaño.

Al salir a la calle la gente lo veía con sorpresa, pero como era conocido por la mayoría de los habitantes del lugar, su nueva dimensión no les causaba ningún temor. Su gran tamaño lo hacía descollar y al pasar, nadie se resistía a la tentación de voltear a verlo.

Él se sentía poderoso.

Después de varios días, la novedad de su sorpresivo e inusitado crecimiento iba pasando. La gente se acostumbra a todo y fue aceptado con naturalidad. Además se tenían noticias de que en varias poblaciones habían aparecido otras personas que de la noche a la mañana alcanzaron similar estatura, sin que nadie se pudiera explicar semejante prodigio.

Él era un fenómeno, pero al parecer no estaba solo.

Los habitantes del lugar, solían reunirse los domingos en un prado cercano para divertirse en concurridos días de campo que, incluían entre otros, almuerzos al aire libre, juegos de pelota, paseos a caballo o nadar en el cercano río. Ese domingo, también Hermes asistió, pues formaba parte de la comunidad y era admitido sin ningún recelo.

Alrededor del mediodía, el campo estaba muy concurrido y todo el mundo se divertía. De repente, en un extremo de la llanura, aparecieron una mujer y un hombre, de estatura similar a la de nuestro amigo, vestían disfraces parecidos a los de los súper héroes de los pasquines, avanzaban dando grandes voces, saltando y corriendo rumbo a donde estaban reunidos los pacíficos habitantes del pueblo. Quizás se trataba de dos de los gigantes de alguna localidad cercana. Y tal vez los vistosos disfraces del Hombre Araña y de La Mujer Maravilla, respondían a una intención lúdica y sin intención de causarle daño a nadie, pero los paseantes, inclusive el gigante local, se asustaron de tal manera que no se quedaron para averiguarlo y todos salieron en estampida, dejando abandonadas sus pertenencias. Sobre la grama quedaron diseminados: manteles, canastas, alimentos, juguetes...

Después del bochornoso incidente, Hermes se sentía mal; él también era un gigante, al igual que los dos intrusos que les arruinaron el paseo dominical y sin embargo no les había hecho frente, y ni siquiera se había quedado para averiguar cuáles eran sus intenciones, y por el contrario, había salido huyendo. La vergüenza lo estaba matando, así que decidió emprender una nueva huida: irse del pueblo hacia donde nadie lo conociera.

Emprendió el camino sin rumbo definido. Llegaría hasta un lugar que le pareciera apropiado y ahí iniciaría una nueva vida.

Caminaba por senderos poco transitados y pasara por donde pasara, a causa de su gran tamaño, la gente lo veía con asombro y curiosidad, pero debido a que se había regado la noticia de la existencia de varias personas de gran altura, no le temían. Al llegar a un cruce de caminos, encontró a una mujer que lloraba al lado de un microbús.

-¿Qué te pasa -le preguntó con genuino interés-, por qué lloras?

La mujer volteo a ver y tuvo que levantar la vista para encontrarse con los ojos de su interlocutor. Al hacerlo, mostró un rostro que revelaba las huellas inequívocas de haber recibido una paliza.

-Es que mi hombre -respondió en medio de lloriqueos intermitentes- me pegó.

-¡Qué desgraciado! -Dijo Hermes con indignación al ver el bello rostro de la mujer con varios moretes e inclusive un ojo rojo.

-Pero ¿por qué te hizo eso?

-Es que trabajo en una casa de citas, él es mi protector y cuando no hago lo que quiere o no le doy el dinero que gano, se enfurece y me pega. No es la primera vez que lo hace, pues con facilidad pierde los estribos.

-¡Qué desgraciado! -reiteró-. Te explota y todavía te pega. ¡Maldito!

La mujer al ver el interés y la indignación del hombrón por lo que le había sucedido, concibió una idea y esbozó, hasta donde le fue posible por el dolor, una deformada sonrisa.

-Mi nombre es Eduviges y tú me puedes ayudar a darle una buena lección. Una lección que no olvide en toda su desgraciada vida. Si lo haces, yo te quedaría muy agradecida y sabría cómo pagarte, tu tamaño no me asusta.

-¿En dónde está ese sinvergüenza? Dime en dónde es -se aventuró a decir.

-Yo te llevó -le dijo la mujer, señalando el microbús.

Ambos vieron el vehículo y por pequeño lapso se quedaron mudos.

-Ahí no quepo -dijo Hermes con la esperanza de no comprometerse en algo que no era de su incumbencia.

-Ese no es problema. Te acomodas en la parrilla -le señaló la parte superior del vehículo-, sé que será incómodo, pero es por corto tiempo.

A regañadientes, Hermes sin osar a negarse, se instaló sobre la armazón destinada para el trasporte de carga, la chica se colocó al volante y emprendieron camino hacia la mancebía.

A Hermes no le molestaba tanto la incomodidad ni el zarandeo del vehículo, como el tener que enfrentarse a un desconocido, que según dijo Eduviges, era un hombre violento y de malas entrañas.

El microbús continuó su marcha y el hombre de gran tamaño, con el paso del tiempo y el recorrido de cada kilómetro sentía que se encogía.

A cada momento el vehículo estaba más cerca de su destino y su cuerpo se reducía. De gigante de cuatro metros pasó a su tamaño original, y ahora, ya era un enano.

Al final, el vehículo se detuvo ante el burdel.

-Llegamos -dijo la mujer con emoción.

Hermes, que segundos antes ya era un émulo de pulgarcito, en ese instante se esfumó.

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