Hay un día feliz Poemas de Nicanor Parra

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Nicanor Parra (Chile, 1914)

Hay un día feliz

A recorrer me dediqué esta tarde 
las solitarias calles de mi aldea 
acompañado por el buen crepúsculo 
que es el único amigo que me queda. 
Todo está como entonces, el otoño 
y su difusa lámpara de niebla, 
sólo que el tiempo lo ha invadido todo 
con su pálido manto de tristeza. 
Nunca pensé, creédmelo, un instante 
volver a ver esta querida tierra, 
pero ahora que he vuelto no comprendo 
cómo pude alejarme de su puerta. 
Nada ha cambiado, ni sus casas blancas 
ni sus viejos portones de madera. 
Todo está en su lugar; las golondrinas 
en la torre más alta de la iglesia; 
el caracol en el jardín; y el musgo 
en las húmedas manos de las piedras. 
No se puede dudar, este es el reino 
del cielo azul y de las hojas secas 
en donde todo y cada cosa tiene 
su singular y plácida leyenda: 
hasta en la propia sombra reconozco 
la mirada celeste de mi abuela. 
Estos fueron los hechos memorables 
que presenció mi juventud primera, 
el correo en la esquina de la plaza 
y la humedad en las murallas viejas. 
¡Buena cosa, Dios mío!, nunca sabe 
uno apreciar la dicha verdadera, 
cuando la imaginamos más lejana
es justamente cuando está más cerca. 
Ay de mí, ¡ay de mí!, algo me dice 
que la vida no es más que una quimera; 
una ilusión, un sueño sin orillas, 
una pequeña nube pasajera. 
Vamos por partes, no sé bien qué digo, 
la emoción se me sube a la cabeza. 
Como ya era la hora del silencio 
cuando emprendí mi singular empresa 
una tras otra, en oleaje mudo, 
al establo volvían las ovejas. 
Las saludé personalmente a todas 
y cuando estuve frente a la arboleda 
que alimenta el oído del viajero 
con su inefable música secreta 
recordé el mar y enumeré las hojas 
en homenaje a mis hermanas muertas. 
Perfectamente bien. Seguí mi viaje 
como quien de la vida nada espera. 
Pasé frente a la rueda del molino, 
me detuve delante de una tienda: 
el olor del café siempre es el mismo, 
siempre la misma luna en mi cabeza; 
entre el río de entonces y el de ahora 
no distingo ninguna diferencia. 
Lo reconozco bien, éste es el árbol 
que mi padre plantó frente a la puerta 
(ilustre padre que en sus buenos tiempos 
fuera mejor que una ventana abierta). 
Yo me atrevo a afirmar que su conducta 
era un trasunto fiel de la Edad Media 
cuando el perro dormía dulcemente 
bajo el ángulo recto de una estrella. 
A estas alturas siento que me envuelve 
el delicado olor de las violetas 
que mi amorosa madre cultivaba
para curar la tos y la tristeza. 
Cuánto tiempo ha pasado desde entonces 
no podría decirlo con certeza; 
todo está igual, seguramente, 
el vino y el ruiseñor encima de la mesa, 
mis hermanos menores a esta hora 
deben venir de vuelta de la escuela: 
¡sólo que el tiempo lo ha borrado todo 
como una blanca tempestad de arena!




Cartas a una desconocida

Cuando pasen los años, cuando pasen
los años y el aire haya cavado un foso
entre tu alma y la mía; cuando pasen los años
y yo sólo sea un hombre que amó,
un ser que se detuvo un instante frente a tus labios,
un pobre hombre cansado de andar por los jardines,
¿dónde estarás tú? ¡Dónde
estarás, oh hija de mis besos!


Es Olvido

Juro que no recuerdo ni su nombre,
mas moriré llamándola María,
no por simple capricho de poeta:
por su aspecto de plaza de provincia.
¡Tiempos aquellos!, yo un espantapájaros,
ella una joven pálida y sombría.
Al volver una tarde del Liceo
supe de la su muerte inmerecida,
nueva que me causó tal desengaño
que derramé una lágrima al oírla.
Una lágrima, sí, ¡quién lo creyera!,
y eso que soy persona de energía.
Si he de conceder crédito a lo dicho
por la gente que trajo la noticia
debo creer, sin vacilar un punto,
que murió con mi nombre en las pupilas,
hecho que me sorprende, porque nunca
fue para mí otra cosa que una amiga.
Nunca tuve con ella más que simples
relaciones de estricta cortesía,
nada más que palabras y palabras
y una que otra mención de golondrinas.
La conocí en mi pueblo (de mi pueblo
sólo queda un puñado de cenizas),
pero jamás vi en ella otro destino
que el de una joven triste y pensativa.
Tanto fue así que hasta llegué a tratarla
con el celeste nombre de María,
circunstancia que prueba claramente
la exactitud central de mi doctrina.
Puede ser que una vez la haya besado,
¡quién es el que no besa a sus amigas!,
pero tened presente que lo hice
sin darme cuenta bien de lo que hacía.
No negaré, eso sí, que me gustaba
su inmaterial y vaga compañía
que era como el espíritu sereno
que a las flores domésticas anima.
Yo no puedo ocultar de ningún modo
la importancia que tuvo su sonrisa
ni desvirtuar el favorable influjo
que hasta en las mismas piedras ejercía.
Agreguemos, aún, que de la noche
fueron sus ojos fuente fidedigna.
Mas, a pesar de todo, es necesario
que comprendan que yo no la quería
sino con ese vago sentimiento
con que a un pariente enfermo se designa.
Sin embargo sucede, sin embargo,
lo que a esta fecha aún me maravilla,
ese inaudito y singular ejemplo
de morir con mi nombre en las pupilas,
ella, múltiple rosa inmaculada,
ella que era una lámpara legítima.
Tiene razón, mucha razón, la gente
que se pasa quejando noche y día
de que el mundo traidor en que vivimos
vale menos que rueda detenida:
mucho más honorable es una tumba,
vale más una hoja enmohecida,
nada es verdad, aquí nada perdura,
ni el color del cristal con que se mira.

Hoy es un día azul de primavera,
creo que moriré de poesía,
de esa famosa joven melancólica
no recuerdo ni el nombre que tenía.
Sólo sé que pasó por este mundo
como una paloma fugitiva:
la olvidé sin quererlo, lentamente,
como todas las cosas de la vida.

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