Ciudad - poema de Fernando Andrade Cancino

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Fernando Andrade Cancino 



C  I  U D  A  D



Burbujas Urbanas: Mundo Wild
En la distancia no hay nada,
imágenes que no cuentan,
ausencia de todo en la multiplicación de las cosas;
casas, edificios, tinacos y cubos
pintados de asoleada cal, metros de intemperie vacía,
asfalto y cemento, copas de árboles
como edificios verdes que erige la tierra.
El universo es una flama que ciega, que apaga
pero antes hiere.
El poema es algo incomprensible, no es otra cosa.
Poesía es tu lengua
en mi boca besadora.

La tarde me ladra en la azotea
un ruido se escucha junto el último brillo de cielo;
sonido de camión, mofle y acumulador.
Cómo tocarte la cara, el alma,
tomar con mi mano tu ser y apretarlo junto al mío
con la tranquilidad que apacienta la vida
cuando se ama como yo a ti.
Para decirte lo que digo no bastan las palabras
ni pensamientos para pensarte mío
o tu mano en mi mano para sentirte
no basta nada para emitir el soplo que te dé la vida.
Nacerás de mí mientras crezco en ti
como tu idea viviré
recién parido.

Vivo extrañas transubstanciaciones
suspenso en signos y señales,
ahíto de deleites implacables,
con ideas que persisten en mi memoria.
Soy vestidura y forma, actitud y sueño
que en la soledad habitan,
poblando de fantasmas mi existencia.
Nombre que no me nombras,
nombre de la nada,
penetras hiriendo mi corazón
enjambre de luces, colores y latidos
en el azul infinito.

Manjares para festejar el advenimiento
música que levante el ánimo -vino tinto-,
panecillos en el horno, sábanas limpias,

deseos de sentirse llanamente y sin culpa,
como lechuga lavada en el rocío mañanero.
Cabellera enjabonada bajo el chorro
de la regadera.
Sopa de ajo, toalla y espejo.

Cierro los ojos y enciendo la noche
hálito de luna, rubor de luna, pulsaciones.
Mi corazón palpita, la vida permanece.
Lejos quedan los ruidos de camiones.
En el canto de las sirenas
Sodoma y Gomorra son elementos de la poesía
como el fuego lo es de la materia.
En los ojos zarcos del rostro que amo
ardo de deseo.

Mis sienes son calurosas alas
cuando duerme la ciudad
como niño recién nacido.
Regreso sobre las mismas azoteas
toco los barandales de la muerte y escribo:
“La visión del arte es la superficie de lo real,
cáscara de naranja en un bodegón de sombras,
piel velluda de niña con luz que dora
sus cabellos”.
La poesía permanece intacta –estéril-, virgen
no redime, no alienta, no evoca,
es un caracol envuelto de noche
en un rectángulo de agua, un guiño de ojo
el optimismo del náufrago al morir.

La urgencia amatoria tiene poco que ver
con mi mirada perdida en el horizonte
polvoriento y radiante de esta ciudad.
Esta suspensión simultánea a un deseo,
este orgasmo contenido, punto decimal de la memoria,
es un blanco que lleno de deletéreas cinceladas
un hondo blandir de mi ser que lo ejecuta.
Soy la urgencia del desvelo –sueño-, del deseo satisfecho.
No soy Dios ni el hombre que evoca la palabra hombre,
nada lo hace, casualmente soy.

Los ruidos de los camiones bufan, asustan
me persiguen como elefantes, son estruendos de catarata.
En la azotea -banqueta y asfalto-,
la copa de un árbol me invita al suicidio.
Otras azoteas –tinacos enmohecidos-, me distraen
al mirar el horizonte –perdido-,
ensimismado.

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